Contracorriente

La historia de ciertos lugares debería escribirse con música: con partituras de nostalgia a ritmo de danzón, guajira, guaguancó y son. Tendríamos entonces que musicalizar, apenas, casi cada rincón del Veracruz caribeño afroandaluz: de aquel Puerto que se reunía, gozoso, a la menor provocación de las congas, el tresillo y los alientos. Veracruz, además del sudor, se construyó durante toda la época colonial y se reafirmó en el transcurso de los siglos XIX y XX con música; no es raro, por lo tanto, que primero el danzón y luego el son montuno, ambos llegados desde Cuba, encontraran aquí, entre pregones de patio, bullanga y fandango el ambiente propicio para instalarse y para volverse también parte fundamental de nuestra identidad, esa que en gran medida compartimos con las islas caribeñas.

Recrear en fin de semana este regocijo de ser jarochos nos lleva, de igual forma, a una playera villa a orillitas del mar: a Villa del Mar. Construido en plena modernización del Puerto, en 1919 abría sus puertas como club de regatas, impulsado sobre todo por la colonia alemana, balneario y salón, un conjunto arquitectónico erigido en su mayoría de madera y rematado con muros de mampostería en las terrazas que echaba mano de su favorable ubicación y que buscaba la convivencia familiar de todos los sectores y colonias de inmigrantes asentadas en estas tierras. Villa del Mar contaba también en esta “primera etapa”, según el amigo y cronista Ricardo Cañas, con una pequeña plaza de toros, un kiosco, el de Miramar, y un cinematógrafo al aire libre donde se proyectaban las primeras cintas llevadas a cabo para su comercialización.

El 28 de septiembre de 1926, ya desde entonces Villa del Mar empezaba a mantenerse, literalmente, contracorriente: un huracán azotó su estructura y fue abandonado por un tiempo. Para 1929, las vías del añorado tranvía de Veracruz llegaron hasta sus puertas, con lo que se volvió mucho más accesible su comunicación desde el centro. En 1932, con el fervor causado por la visita del Son de Marianao unos años antes, en lo que se reconoce como la entrada “oficial” del son montuno al Puerto, el entonces gobernador Adalberto Tejeda, siguiendo su política sindicalista y cooperativista, da la concesión del complejo a los tranviarios, quienes a su vez impulsaron fuertemente el proyecto entre las clases populares, vendiendo el boleto “completo” para el viaje en tranvía y la entrada a la totalidad de los servicios. Poco duró, sin embargo, esta “segunda etapa” en manos de los tranviarios y, en 1939, los derechos fueron vendidos a empresarios privados.

Las décadas de 1940 y 1950 trajeron consigo las tertulias de los domingos al mediodía y el auge del salón de baile, donde las orquestas conformadas por músicos veracruzanos y cubanos deleitaban al público con ritmos de las grandes bandas estadounidenses, arreglos de música española y, por supuesto, con el sonido afrocaribeño (cita de Rafael Figueroa). Desde entonces, y durante muchos años, la Orquesta Villa del Mar del maestro Manuel Blanco Cancino y la de Los Chinos Ramírez alternaban en el Salón y lo llenaban de vida, formaron grandes generaciones de músicos jarochos que, más tarde, tomaron sus propios caminos y emigraron hacia el centro del país para realizar grabaciones y presentaciones en los salones de la capital. Ya para 1960, convertido el espacio de baile de Villa del Mar en Salón de Cristales, con un aspecto muy parecido al actual, surgieron grupos como La Sonora Veracruz de Toño Barcelata, conjunto que interpretaba guajiras, pachangas, rumbas y sones con un estilo único, El Son Veracruz, de Víctor Olivares, Carlos Daniel Lobo Navarro y el cantante Luis Ángel Silva Melón, Los Riviere, y por supuesto, Los Pregoneros del Recuerdo de Carlos y Arturo Pitalúa; estos últimos con la mención especial que merece su calidad, su tenacidad y su constante permanencia en Villa del Mar desde sus inicios hasta nuestros días. De Los Pregoneros del Recuerdo escribiremos una columna íntegra dentro de unas semanas.

Llegaban al Puerto los años 70 y las orquestas locales seguían, cada domingo, haciendo bailar a sus habitantes pero sobre todo propiciando el recreo de vivir en la costa jarocha: en la orgullosa puerta de entrada a México; así, desde el Nueva York latino y las islas caribeñas, en los 80 se presentaron en Villa del Mar los mejores exponentes del momento: La Sonora Matancera, La Sonora Ponceña, Héctor Lavoe, El Gran Combo, Tommy Olivencia y su Orquesta, Oscar de León y muchos más.

Pocos son los salones en el mundo que tengan en su historial una lista tan completa de géneros musicales, ritmos y conjuntos caribeños, pero lo más importante: Villa del Mar ha sido un foco de cultura no sólo para el veracruzano, sino para gran parte del interior del país y su escena popular; aquí se forjaron desde los años 20 gran parte de los músicos que después llevaron sus sonidos incluso fuera de la República y por los cuales hemos sido referencia en diversos foros internacionales. Hoy, sin embargo, Los Pregoneros del Recuerdo, contracorriente, luchan con su música y su presencia por hacernos entender que lo que pasa en Villa del Mar cada domingo nos debería convocar por el puro gozo, nos debería alegrar porque nos pertenece y nos debería, sobretodo, llenar de orgullo y de esperanza de una vida más tranquila y sencilla en tiempos revueltos.

Si la historia de Veracruz y el proceso de su conformación identitaria pasan también por el conocimiento de su música y de los varios puntos donde ésta se recreó, entonces deberíamos tener a éstos últimos, por lo menos en nuestras convicciones, como patrimonio de los porteños. Hoy nos toca pensar si la modernidad de esta ciudad que habitamos se mide por cuántos centros comerciales tenemos, cuántas franquicias extranjeras, cuántos casinos y cuántas playas privadas (aunque las prohíba la ley), o si el orgullo de conservar y de promover lo que tanto presumimos hacia afuera como nuestro, sin estar en conflicto con lo novedoso, lo vale para el regocijo sano de futuras generaciones. En lo personal, me queda muy claro: seguiré gozando de los Pregoneros del Recuerdo en Villa del Mar, rodeado de sones de antaño, de parejas de baile, de abanicos, perfume y gardenias, y con vista a La Isla de sacrificios, en cuyas aguas, por cierto, retozan serenas las cenizas de mi abuelo.

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