Manolo Victorio
Oficio de tinieblas
“Primero vinieron por los socialistas,
y yo no dije nada, porque yo no era socialista.
Luego vinieron por los sindicalistas,
y yo no dije nada, porque yo no era sindicalista.
Luego vinieron por los judíos,
y yo no dije nada, porque yo no era judío.
Luego vinieron por mí,
y no quedó nadie para hablar por mí” (Martin Niemöller).
Aún nos queda un pedazo de carbón para escribir con indignación desde las mazmorras del desprestigio de los poderes, institucional y fáctico, que buscan reducirnos a la nada.
La palabra hablada, echada al éter de las ondas hertzianas, la fotografía, resumen mudo, crudo e impactante que plasma la contradicción de un periodista, de una reportera convertida en protagonista de la noticia, recostada sobre el asiento de su automóvil, inerte, callada, silenciada, con un balazo en la cabeza; siguen vigentes como herramientas esgrimidas en esta batalla desigual donde los comunicadores perdemos siempre.
Aún queda la mínima dignidad para alzar la voz, para sumarnos desde la trinchera de una peligrosa computadora que arma las frases de protesta, que se contraponen al discurso que tilda la movilización reporteril, desde Palacio Nacional, como ‘politiquerías’ sin sustento ni credibilidad, porque aún con el cañón de la AK-47 salen a la calle, a sabiendas que tarde o temprano la mortal ruleta rusa apuntará a sus propias cabezas.
Nadie nos defiende. Somos el último escalón en la escala social, enemigos peligrosísimos sólo por escribir notas, reportajes, crónicas, opinión; ejercicios que el periodismo permite siempre que actuemos sujetos al estado de derecho.
El periodista no trae escoltas que lo secunden ante una ráfaga, apenas trae gasolina en el tanque del automóvil o la moto, rasquetea en las bolsas las ultimas monedas para pagar el autobús que lo traslada al lugar de los hechos, al escenario de la noticia, se come una torta a hurtadillas en medio de un mitin, aprovecha una tortilla hecha taco espontaneo en una cobertura, nunca le hace el feo a un refresco Orange Crush y un gansito, en su propia versión romantizada de engullir un festín de pato a la naranja.
Reporteras y reporteros no traen en ristre un fusil AK-47, ni se cuelgan un AR-15 cruzado en la espalda, mucho menos esconden en los chalecos de trabajo escuadras 9 milímetros ni cuchillos de cacería con la idea de usarlos contra la población a la que sirve, a la que le da voz, a quien mantiene informada.
La única defensa que tenemos es la palabra, escrita, hablada, hecha película, fotografía, cabezal de primera plana e imagen muda pero significante en la fotografía periodística, en la caricatura mordaz e inteligente hecha en cartón de caricaturista.
A sabiendas que una bala horadará el cuerpo, una cuchillada arrancará el último suspiro de vida o una cuerda en el cuello silenciará la voz e inmovilizará el dedo índice que aprieta el obturador de la cámara fotográfica o de video, cerramos la puerta de la vivienda y salimos a la calle, en un oficio de tinieblas que nos arrancará la vida, arrinconándonos al olvido, impunidad e injusticia porque en este discurso de ´échale cal´ al cuerpo, emitido por los gobiernos, nadie será castigado por asesinar a un periodista, a una reportera.
Somos acusados desde el poder de dar voz a grupos delincuenciales, de emitir verdades a medias, de impedirnos el paso a salas de prensa para no caer en las terrenales tentaciones del ‘chayote’, de arrastrar vicios, crímenes y filias imperdonables y sin embargo, aquí estamos, en el día a día de la información, pese al desprecio del poderoso, pese a las amenazas del cacique, narco, o pelagatos del gato del gato del patrón, como rezan los narcocorridos en esta subcultura que nos extingue a los periodistas bajo esta pesada ley no escrita del ‘plata o plomo’.
Es obligación replicar con sujeto, verbo y predicado, esta movilización de comunicadores que se dio en 40 ciudades del país, en reclamo airado de los 148 periodistas asesinados desde el año 2000, 51 de los nuestros ultimados en el sexenio de Andrés Manuel López Obrador.
El asesinato de tres colegas en menos de una semana: Lourdes Maldonado, Alfonso Margarito Martínez Esquivel, ultimados en Tijuana y de José Luis Gamboa Arenas, cribado de 50 puñaladas en calles del fraccionamiento Floresta, en Veracruz puerto.
Cartulinas, veladoras, fotografías, leyendas, gritos destemplados, puños cerrados con furia alzados al aire, oraciones por las familias dejadas en la orfandad, los periodistas recurrimos en forma circular y permanente a la le leyenda “No se mata la verdad matando periodistas” y “Ni silencio ni olvido”, comunicadores se juntaron en ciudades y pueblos de cada rincón del país para conmemorar el trabajo informativo de quienes han sido asesinados en este país: Regina Martínez, Javier Valdez, Miroslava Breach… y muchos más que completan la lista de 148 profesionales que fueron eliminados precisamente por su labor cotidiana, entre el año 2000 y este 2022, según el conteo de Artículo 19.
Lourdes Maldonado se apersonó en marzo del 2019 en Palacio Nacional, en horario triple A, en el nicho de ‘La mañanera’, donde se marca la agenda nacional, le dijo, micrófono en mano, al presidente Andrés Manuel López Obrador que temía ser asesinada, “vengo también aquí para pedirle apoyo, ayuda y justicia laboral, porque hasta temo por mi vida”, fueron las últimas palabras registradas en Palacio Nacional.
Y nadie hizo nada.
En dos días consecutivos, el presidente sostiene que no hay impunidad, el gobierno ya no es más una gavilla de delincuentes que gobernaron en el pasado reciente, ´no somos iguales’, esgrime AMLO.
Si desbrozamos la verborrea, la periodista Lourdes Maldonado está muerta, alguien le descerrajó un balazo en la cabeza con total impunidad, pese a que ella misma fue por ayuda al centro del poder en este país.
Luego entonces, el Estado mexicano a través de las instancias gubernamentales ha fracaso estrepitosamente en la salvaguarda del bien máximo que tutela la ley: la vida humana.
Ahí queda la voz, plasmada la palabra, impresa la fotografía, corrido el video en los noticiarios de televisión o plataformas digitales. La lógica se tuerce cuando el reportero es el centro de la noticia, el mundo se pone de cabeza cuando otro comunicador informa sobre un compañero o compañera abatidos por una bala, por un cuchillo de carnicero o la acción constrictora de una soga al cuello.
En este oficio de tinieblas parece que al final del callejón de la plata o el plomo, la forma más fácil para silenciar las incómodas verdades de los poderosos, es matar al mensajero.
Aquí estaremos, solidarios con quieres se fueron, asesinados, silenciados desde algún rincón de poder, alzaremos la voz para quienes ya no pueden defenderse en un tribunal o en la barandilla del Ministerio Público, aquí estaremos para capotear y responder cuando vengan los discursos trillados del ´se hará justicia’ o ‘combatiremos la impunidad e iremos hasta las últimas consecuencias’ emitidos como muletillas escritas en memorándums informativos de ruedas de prensa.
Aquí estaremos cuando venga la barrancada de lodo, acusando a los muertos de acercamientos indeseados con los malosos, negociaciones imperdonables con barones del narco o pertenencias a listas ultra secretas de nóminas criminales que detallan cantidades de dinero en efectivo ´con los atentos saludos´ del jefe de plaza, funcionario o político, hechas llegar a manos del reportero o reportera, ya sea por callar algo, ya sea por decir algo.