Por YAGO GARCÍA
Para muchos cinéfilos españoles, el siglo XXI comenzó con un grito.
Concretamente, con ese “¡Peeeeedro!” con el que Penélope Cruz anunció el Oscar para Todo sobre mi madre el 26 de marzo de 2000. Aquella noche, mientras Almodóvar llenaba de vírgenes su discurso de agradecimiento, American Beauty se coronó como máxima ganadora levantando ocho trofeos y ese M. Night Shyamalan aclamado como gran promesa se volvió de vació pese a las seis nominaciones de El sexto sentido. Tal vez distraído por estos tiras y aflojas, o por el hilarante trabajo de Billy Crystal como presentador, el público no se dio cuenta de esos movimientos tectónicos que ya agitaban el patio de butacas.
El primero de esos cambios estaba representado en la gala de los Oscar, y tenía un nombre: Matrix. Estrenada el verano anterior, la cinta de las hermanas Wachowski arrasó en las categorías técnicas y demostró que el futuro de los efectos especiales estaba lleno de píxeles gracias a ese salto en ‘tiempo bala’ de Trinity (Carrie-Ann Moss) y a las virguerías de Keanu Reeves como mesías virtual.
Mientras George Lucas se pasaba de frenada con esas precuelas de Star Wars rodadas a golpe de pantalla verde, y aunque otras supuestas revoluciones (como el regreso del formato 3D) acabaran quedándose en agua de borrajas, Matrix fue el heraldo del CGI y el tratamiento digital de las imágenes. Y, aunque sus secuelas decepcionaran a muchos fans, también hicieron que los estudios olisqueasen un nuevo futuro para las franquicias fantásticas y de acción.
Ya en 2001, El señor de los anillos revalidó esta certeza convirtiendo un hito de la literatura para frikis en fenómeno de masas: cuando términos como “hobbit” o “Aragorn” se volvieron de uso común, quedó allanado el camino hacia sagas como Piratas del Caribe y hacia Avatar (2009), el huracán azul de James Cameron. Por su parte, X-Men (2000) y Spiderman (2002) demostraron que los superhéroes podían triunfar en taquilla, presagiando el panorama que ahora sufrimos, o gozamos, merced al auge de Marvel.
Los restantes giros copernicanos también estuvieron basados en lo digital, aunque sus consecuencias no se hicieran sentir tanto en la pantalla como fuera de ella. El formato dvd, que en 1996 nos había librado para siempre de las cintas VHS, resultó ser también el acicate definitivo para el escamoteo digital.
Para empezar, duplicarlo resultaba facilísimo: en 2003, cuando el ‘No a la Guerra’ de los Goya cambiaba para siempre (y tal vez sin remedio) las relaciones entre cine, público y gobierno, la expresión ‘top manta’ corría ya de boca en boca en España. Otro neologismo, algo menos frecuente pero también común, era “ripear”. O, lo que es lo mismo, convertir los contenidos de un soporte en archivos transferibles mediante aplicaciones P2P: aparecido en 2002, eMule fue el rey indiscutible de esos programas hasta 2013, cuando el protocolo BitTorrent lo destronó llegando a los 150 millones de usuarios. Todo esto mientras el precio de las entradas de cine en nuestro país no paraba de subir, llegando al pico histórico de 6,52 euros entre 2010 y 2012.
La combinación del auge digital con el avance de internet no solo cambió las formas de ver películas sin pagar, sino también las de promocionarlas y comentarlas. Quién hubiera dicho que YouTube (esa plataforma para ver vídeos online, lanzada en 2005 por dos extrabajadores de PayPal) acabaría convirtiéndose en la forma definitiva de lanzar tráilers y reseñas.
En 2006, el ‘tutubo’ pasó a ser una provincia del imperio Google. 10 años más tarde, ya era la segunda web más visitada del mundo tras el celebérrimo buscador. Y, aunque sea exagerar un poco, podemos asegurar que el sonido más habitual en sus reproducciones de 2010 en adelante fue el llamado ‘Inception braaam’, ese híbrido de alarma contra incendios y gemido de mamut con la que Christopher Nolan (en lo más alto desde el éxito de El caballero oscuro en 2008) nos taladró los oídos en el tráiler de Origen.
Frente a la tentación apocalíptica, señalemos que esta sucesión de tormentas tuvo resultados muy beneficiosos para el séptimo arte en general. YouTube haya resultado un medio valiosísimo para difundir la obra de cineastas experimentales (en España, los colectivos Los Hijos y Canódromo Abandonado), y los formatos digitales (así como el P2P) han permitido al público familiarizarse con cinematografías ajenas a Hollywood.
De esta manera, fenómenos llegados de Rumanía (Cristian Mungiu), Tailandia (Apichatpong Weerasethakul), Grecia (Yorgos Lanthimos) o Corea del Sur (Bong Joon-ho, que acabaría triunfando en los Oscar por Parásitos) trascendieron los circuitos de élite para enganchar a las nuevas generaciones. Generaciones que pueden compaginar su visionado con el del anime japonés (en 2001, el Oscar para El viaje de Chihiro consagró a Hayao Miyazaki como uno de los cineastas más populares del mundo) o sagas tan comerciales como Fast and Furious, para después compartir sus impresiones en webs de reseñas online como Letterboxd o la española Filmaffinity.
Los cambios, es lo que tienen: uno no es consciente de su trascendencia hasta que ya han pasado. Pero sí podemos asegurar que ahora asistimos a tres nuevos tsunamis que bien pueden alterar para siempre el rostro del cine-espectáculo. Primero, el estallido del movimiento feminista #MeToo, que liquidó a un tótem de la industria como Harvey Weinstein. Después, la tremolina étnica resultante del ‘Black Lives Matter’. Y, finalmente, la irrupción de esas plataformas digitales que ya no se conforman con estrenar series, sino que también producen sus propios largometrajes.
Cuando primeros espadas como Martin Scorsese (El irlandés) y Alfonso Cuarón (Roma) aceptan ponerse bajo el ala de Netflix para rodar trabajos que los grandes estudios no quieren financiar, ¿cómo se presenta el futuro? Solo el tiempo nos permitirá saberlo… y esperemos que, para entonces, aún tengamos ánimo para saborear las palomitas.