El país que quiere instalar el presidente de México y su 4T es uno en el que no cabe nadie que no comparta su ideología o pensamiento.
AMLO es un profeta radical que cree que su misión es encontrar a los buenos y exculpar y quitar a los malos. (Fotoarte de Esmeralda Ordaz)
Pueblo. Pueblo. Pueblo. Somos el pueblo. Nada sin el pueblo. Todo con el pueblo. En algún momento de la historia pasada, Andrés Manuel López Obrador cambiaría su identidad para colocar una nueva seña de identidad que es la que escoge, abraza y representa mejor que nadie y para beneficio propio, que es ser el espíritu encarnado y vivo de lo que le conviene al pueblo de México. Era el día primero de julio y se habían cumplido cinco años desde aquel histórico día de julio de 2018, cuando un hombre forjado bajo las filas del PRI –hecho que conviene no olvidar– y que creció en medio de los devaneos y luchas políticas que incluyen el riesgo personal. Acobijado por uno de los personajes más inteligentes de su partido y con un enfrentamiento con los más proclives a instaurar un régimen de autoritarismo, así se desarrolló la figura que emana el presidente de México.
La historia no es un hecho aislado basado en un momento. No existe texto sin contexto y ante esto hay que saber que Andrés Manuel López Obrador, con su compromiso personal de dejar claro que él no es parte del sistema que lo forjó, se ha ido al extremo de no sólo desconocer su pasado, sino de hacer todo por destruir lo que en algún momento compartió y que lo rodeaba. Desde el primer día, el enfrentamiento se ha vuelto una constante en esta administración, dejando claro que o se está del lado de la 4T y de su líder máximo o sencillamente se está en contra y se es merecedor de todo lo que ello implique.
Así como es conveniente y menester terminar con los que abusan de la buena voluntad del pueblo, hay que saber que ningún pueblo puede vivir ni triunfar sobre sí mismo si existe una división y enfrentamiento entre dos o más partes que lo conforman. El discurso emitido en el quinto Informe de Gobierno del presidente López Obrador cumplió con lo que se esperaba, un discurso absolutamente cargado por la reiteración de qué es lo que inspira a este gobierno. En el pasado, Abraham Lincoln hizo una declaración sobre que su gobierno era el “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, frase e ideología que –no sé si exitosamente– no ha parado de presumir el líder mexicano. El pueblo como escudo, como razón de ser y como único destino que enarbole todos nuestros sacrificios, aciertos y errores, esa fue y ha seguido siendo la línea discursiva de Andrés Manuel López Obrador.
Acompañado por la nueva generación que le sucederá y escoltado por dos mujeres, su esposa, la doctora Beatriz Gutiérrez Müller, y la recientemente nombrada secretaria de Gobernación, vestida de blanco como si fuese un evento de la antigua Grecia o Roma, lo sucedido este primero de julio no fue nada nuevo ni nada que no hubiéramos esperado del Presidente. El discurso que ha manejado desde antes de que portara la banda presidencial no es uno de integración, él no cree en la integración. Él es un profeta radical que cree que su misión no es otra más que la de encontrar a los buenos y exculpar y quitar a los malos. López Obrador cree que constituir una institución de Estado es menos importante que constituir una nueva conciencia nacional, de ahí que resulte tan fácil destruir instituciones y que seamos tan generosos al momento de otorgar perdones.
También se hizo un aviso muy serio, con nombre y apellidos, a los políticos, empresarios, intelectuales o todo aquel que no lo acompaña en la consolidación de su cuarta transformación. Aherrojados no de los muros de la verdadera religión y verdadero Dios, sino aherrojados del futuro por la espada flamígera de quien todo lo hace y todo lo ve.
Un discurso del odio. En el momento en el que inició su persecución contra los judíos, dudo mucho si Adolf Hitler realmente sabía lo que estaba haciendo. Lo que es evidente es que el triunfo de la voluntad y los congresos y leyes de Núremberg fueron el inicio de un camino que culminó en Auschwitz. Con esto no estoy diciendo que esto sea lo que va a pasar ni mucho menos que sea lo que busque el presidente López Obrador. Pero llevado del fervor de su misión histórica ahora que él también la siente terminar, es muy importante saber cuáles son los límites sobre lo que se puede y no se puede hacer en la construcción del nuevo México.
El país que quiere instalar el presidente de México y su 4T es uno en el que no cabe nadie que no comparta su ideología o pensamiento. Es comprensible y causante de muchos errores que el miedo –y, sobre todo, la sensación de no tener qué aportarle al nuevo país– desencadene y provoque que mucha gente, aparte de los que ya se están yendo, se quiera convertir por cualquier medio en un factor determinante en la construcción del nuevo país.
Salvo el balance de destrucción institucional, en este momento es difícil saber cómo será el México que sucederá al sexenio y gobierno de Andrés Manuel López Obrador. La gran pregunta –que ya no le corresponde a él responder sino a quienes lo acompañan– es: ¿de verdad creen que es posible forjar el futuro de un país basado en la exclusión de los demás? ¿Qué se necesita para poder ser parte del futuro de este país? Si se le pregunta al Presidente, la respuesta es sencilla: 90 por ciento de lealtad y 10 por ciento eficacia. Tenemos que determinar si esto es suficiente para resolver los problemas tan graves que aquejan a nuestro país o, de lo contrario, tenemos que formular una contrapropuesta lo suficientemente sólida para lograrlo.
Visto lo hecho por el Presidente no hay que usar la fragmentación ni la división en los discursos ni en nuestro día a día, ya sabemos las consecuencias de lo que esto puede traer consigo. Lo que tenemos que hacer es construir una alternativa u oposición que tenga sentido y que sea capaz de llevarnos a abrir las puertas del futuro. Y eso empieza por la exclusión de las limpiezas étnicas, sociales y por los discursos del odio.
Lo que ha hecho Andrés Manuel López Obrador es importantísimo y es algo que hasta aquí nunca se había visto en la historia de México. Conseguir que más de 30 millones de conciudadanos voten por los líderes es algo –para bien o para mal– sencillamente fuera de serie. Espero que a él le importe tanto como a nosotros cuál será el veredicto histórico sobre su paso en la presidencia de la República. Y es que, después de haber consolidado el mayor triunfo democrático del país, sería muy lamentable y triste que el balance de sus actuaciones y de ese éxito popular y democrático terminara siendo un fracaso de la estabilidad política de nuestra nación