En días pasados se viralizó un video de Sheinbaum llegando al aeropuerto de Ciudad de México: “Nadie le hace caso, la farsa al descubierto, pierde popularidad”, fueron tres de muchos titulares, aunque en realidad sean actividades sobrias
“Nadie le hace caso, la farsa al descubierto, pierde popularidad”, fueron tres de los muchos titulares descalificativos con los que circuló profusamente un video de Claudia Sheinbaum hace unos días. Las imágenes muestran el arribo de la aspirante al aeropuerto de Ciudad de México, alrededor de las 9:30 de la noche, tras aterrizar luego de una gira de pocas horas, a juzgar por la ausencia de equipaje. La recibieron dos jóvenes asistentes, una de las cuales la alivió de la carga de una pequeña mochila de hombro; quizá la otra la había acompañado en el vuelo, aunque las imágenes no lo aclaran. Se encaminaron a la salida, a través de salas con poca afluencia en ese momento. Las tres mujeres eran menudas, de pelo negro e iban vestidas de manera similar a los escasos pasajeros que circulaban por el lugar. Pasaron inadvertidas. Un segundo video muestra tres vehículos estacionados en espera de alguien: una camioneta negra grande al frente, un carro compacto en medio y una motocicleta al final. Luego aparecen a cuadro las tres mujeres. Supuse que sería el convoy en el que se retiraría Sheinbaum y me pude imaginar los comentarios que la imagen desataría sobre la falsa austeridad de los obradoristas. Comencé a decirme que no podía esperarse otra cosa, que sería temerario dejar desprotegida a la puntera en la carrera presidencial. Para mi sorpresa, ellas se subieron al auto económico y partieron. La camioneta negra y la motocicleta, el supuesto convoy, se quedó esperando a otro pasajero probablemente más próspero.
Los dos videos fueron reproducidos masivamente en redes sociales, impulsados por boots profesionales e influencers conservadores, como prueba fehaciente de que nadie hace caso a Sheinbaum y que las multitudes en sus mítines son acarreados. A mí, en cambio, me produjo una sensación opuesta; me hizo pensar en que, más allá de los errores o ajustes que deba hacer el movimiento de la 4T en un segundo sexenio, su principal abanderada mantiene actitudes sobrias y austeras que hacen honor a un proyecto de cambio. Y es que los críticos tienen razón en una cosa: los políticos tradicionales nunca pasaban inadvertidos en un aeropuerto o en un restaurante. Todo líder o funcionario que se precie tiene que ser recibido por comitivas, autos con guaruras y caravana de vehículos a la altura de su importancia. Nos hemos acostumbrado de tal manera a esa parafernalia que asumimos que forman parte de los galones que dan cuenta del poder del personaje. Hábitos de un mundo que nos resistimos dejar atrás.
Me hizo recordar los primeros días del sexenio de López Obrador, incluso durante su campaña, cuando escuché de manera frecuente duras críticas sobre su atuendo. “Es indigno que México sea presidido por un hombre que trae los zapatos sucios”, acompañadas de imágenes de López Obrador con mocasines de puntas desgastadas. “No nos merecemos un presidente que se viste en Milano”, se quejaban señoras escandalizadas por el mal corte de los trajes baratos en los que solía enfundarse el mandatario en los primeros meses de su gobierno (luego alguien en Palacio tomó la precaución de dotarlo de camisas y sacos mejor confeccionados, sin incurrir en marcas elegantes). En aquellas ocasiones también pensé que justo lo que ellos criticaban constituía, en realidad, un rasgo esperanzador.
No estoy diciendo que la sobriedad, la austeridad o el desinterés por la moda y por los símbolos físicos de la prosperidad y el consumo sean garantía de un buen gobernante, ni mucho menos. Pero tampoco es un mal punto de partida. Desde luego lo contrario no es precisamente sinónimo de probidad. Seguramente Emilio Lozoya y una legión como él, entre las filas de los últimos gabinetes, vestían ropas de gusto refinado, hablaban un inglés perfecto y tenían un porte que llenaría de orgullo a toda dama ofendida por los zapatos del presidente. Cualquiera de ellos sería mirado con respeto (y precaución para hacerse a un lado) por todo pasajero del aeropuerto que se topara con la comitiva de asistentes bien trajeados y diligentes que le abrirían camino. Nunca habíamos tenido un presidente tan “guapo” y de elegancia tan impecable como Enrique Peña Nieto; ni tan alto y de apariencia y apellido extranjero como Fox. El primero resultó un monumento a la frivolidad, el segundo a la estupidez.
No se trata de vestirse como el más humilde de los ciudadanos, obviamente, ni de pretender pertenecer al México profundo si no es el caso. Pero no podemos ignorar que el grueso de los mexicanos no tiene acceso a esos relojes, a trajes de miles de pesos, a bolsas de marcas imposibles. ¿Por qué debería portarlos alguien que aspira a dirigir los destinos de un país como el nuestro? ¿Vestirse como se visten las élites para ser respetado por ellas aunque deje de vivir como la mayoría de los que votaron por él o ella?
La costumbre de la élite de ahora y de siempre, en México y en el mundo hay que decirlo, es reconocerse entre sí y validarse por esos símbolos de riqueza y “buen gusto”. Pero quien aspire a convertirse en presidente de México tendría que ser congruente con el otro país, el que no es la élite. Me parece infinitamente más digno que el presidente porte un traje que efectivamente pueda ser pagado por su sueldo y no constituya una desproporción con aquello que pueda permitirse la mayor parte de los ciudadanos. Nuestra comentocracia alaba a la primera ministra escandinava que hace su supermercado el fin de semana, como cualquier vecino, pero convierte en escarnio a la ex alcaldesa de la ciudad que recorre de manera anónima el aeropuerto, como varios otros miles ese mismo día.
¿De veras creen que el equipo de Sheinbaum carece de gente o recursos políticos para hacer un espectáculo de su paso por todo espacio público? Lo que representa ese video es una actitud que a mí me sigue pareciendo esperanzadora. Lejos de ser una afrenta, como lo quieren hacer pasar los críticos del obradorismo, constituye un elogio involuntario. El lento paso de tres mujeres ensimismadas en una conversación y absolutamente ajenas a la supuesta importancia que deberían darse o a la atención que tendrían que merecer. Tres mujeres que simplemente ponen fin a una jornada de trabajo y desean irse a dormir a su casa. Aunque una de ellas probablemente sea la próxima presidenta del país.