Anaís Ruiz López
Ciudad de México. – La poeta Natalia Toledo (Juchitán de Zaragoza, 1967) presenta su nuevo libro para niños Deche yoo (El baño), publicado por la editorial Almadía, donde con su pluma bilingüe, en zapoteco y español, rememora su infancia.
En entrevista con La Jornada, la autora describe que nació en un barrio de pescadores y solía ir “con el vecino, junto con varios niños, a desgranar el maíz y, a cambio, nos contaba cuentos que provienen de la memoria oral, esta literatura que pasa de boca en boca, de oído a oído y tiene una permanencia.
“Los niños no teníamos baño, sólo los adultos. Caminábamos a la parte de atrás de las casas, deche ca deche, como dicen en zapoteco, que es espalda con espalda, y hacíamos nuestras necesidades. Éramos una unión, una sola comunidad con los animales, nadie estaba por encima de nadie. Igual mientras comíamos, los perros, las gallinas andaban entre nuestros pies, eran como nuestra familia; aunque, más tarde, mi abuelita los hacía chicharrón”, dijo riendo.
Toledo cuenta que esa realidad se fue al llegar la pavimentación, cuando cerraron los traspatios, se pusieron zaguanes y bardas a las casas, “eso nos fue limitando y haciéndonos chiquitos. Es diferente cuando vas al baño y te encierras en un espacio tú solo. En cambio, al hacerlo afuera, te vuelve mucho más libre, porque estás en comunión con otros niños, no te fijas cómo es el cuerpo, sino que hay una aceptación.
“No tenemos la cultura de hablar de eso. Es como el sexo, todo mundo hace caca y coge, pero tenemos cuidado y precaución al comentarlo, más si hay pequeños. En la comunidad zapoteca del Istmo, nosotros hablamos con mucha libertad; de hecho, en el lenguaje tenemos mucho la presencia de la mierda porque le damos de comer mierda a cualquiera: ‘Ay, come mierda’, ‘gudó gui’, y nadie se ofende. Caca comemos todos de distintas formas.”
Para la autora, “es mucho más limpio hacer en el campo; sin embargo, nos hemos casado con ideas muy raras respecto a lo escatológico. Es muy importante la mierda dentro de las culturas, así como en las mesoamericanas. Lo solemos ver como algo sucio, pero para nosotros era natural. Allí estaba esa belleza, de platicar entre los niños mientras hacíamos y después quedábamos para ir a jugar.
“Si estaba ocupada la espalda de tu casa, ibas a otra y si allí había una hilera de niños, seguías buscando. Con los niños que crecí nos conocimos hasta las heces. Incluso en este cuento hay una historia de amor que se desarrolla en estos baños, entre una niña y un niño, y se frustra, pero mientras transcurra la vida hay la posibilidad de que se vuelvan a encontrar“, relata con simpatía.
En ese espacio, la también narradora zapoteca detalla que en el Istmo, cuando yo era niña, tu casa no es nada más tuya, de repente jugaba en otros patios. No conocía la exclusividad, la propiedad privada como en la ciudad. Si hay niños, se vuelven de esa familia. Eso se ha perdido. Pensando en esa nostalgia, fue con la que escribí este cuento, con el recuerdo de esa niña que fui y con todos los niños con los que fui al baño
.
Símbolos zapotecos
A lo largo del libro hay símbolos de origen zapoteco como una llave que, de acuerdo con Toledo, es “un encanto que haces con una seña juntando dos dedos. Es de maldad, nos lo hacía mi hermano. Aplica cuando estás haciendo o pujando y no puedes. Lo más bello en esta tierra se hace pujando, todos nacimos así. Somos de esa casa que se llama dojo, que es cordón umbilical, casa, es el concepto del pensamiento zapoteca. De ese mecate venimos, que es la mamá y una vez que sales, te sientes fuera del paraíso.
“También está la flor guie’tiqui, que es como clavecilla de India. Guie es flor y tiqui es que camina de puntitas porque cuando cae del árbol se va corriendo. Una historia zapoteca cuenta que fue una flor que estaba jugando todo el tiempo y mientras le ponían nombre a las flores, de repente le dicen: ‘apúrate porque ya se cerró’ y va corriendo de puntitas, al verla, la nombraron ‘la flor que camina de puntitas’. Es bellísima, única y está en Oaxaca.”
Al preguntarle a la también colaboradora de este diario sobre la presencia de su lengua materna explicó que “no está muy fortalecida, aunque hay muchos programas, talleres y premios como los del Centro de las Artes San Agustín, que creó mi papá Francisco Toledo. Eso ayuda a aprender a escribir tu lengua, porque estamos alfabetizados en español. Dejamos afuera nuestra lengua para entrar a la escuela. La tradición oral y la memoria es muy importante, ahí aprendemos cosas que no están en los libros y que, posiblemente, no estarán. Mi obligación es dárselo a la generación que sigue y ésta hará lo propio para mantenernos.
Toledo expresó que hay un bombardeo de políticas que hacen sentir vergüenza de lo que eres, como “si tienes piel morena, aclárate; si tienes pelo chino, aláciatelo. Eso para pertenecer a una cosa homogénea. De joven, es muy fácil irse con esas ideas. Por eso, todos mis libros, excepto el primero, son bilingües. Escribo en mi lengua materna porque es en la que mejor camino, porque me gusta, la amo y no quiero que se pierda nunca. Nombrar a mi mundo en mi propia lengua me hace persona.
Me hubiera encantado que mi padre ilustrara este libro, nos parecíamos y discutíamos mucho. Era un intercambio que jamás voy a tener con nadie; primero por la confianza, segundo por el conocimiento, porque mi padre era un gran investigador, muy obsesivo. Nos hubiéramos divertido muchísimo, pero ahora mi papá le pertenece a otros. Jamás voy a tener un ilustrador que tenga el humor del maestro Toledo.
Finalmente, la poeta reconocida con el Premio Nacional de Literatura Nezahualcóyotl 2004 por la obra Guie’ Yaasé’ (Olivo negro) destaca que le interesa que los niños de otras partes vean la realidad y las formas de las comunidades, que no todo es igual, que hay otras formas de vivir, de ser y de pensar en este país, eso es lo rico.
lajornada.com.mx