PorJorgeFernández Menéndez
A principios de julio mi hija Ana, recibió una nota manuscrita enviada por WhatsApp del papa Francisco. Con su letra le escribía que nos esperaba el domingo 7 de agosto a las 15 horas en Santa Martha. Ana le escribió para confirmar la cita, para preguntarle si teníamos que acordar el encuentro con alguien y le respondió que no, que llegáramos el día 7 a las 3 de la tarde a Santa Marta. Luego el embajador Alberto Barranco consultó con su gente en el Vaticano y le dijeron que esas en la tarde, eran reuniones privadas del Papa y que sólo él llevaba esa agenda.
Así que ese miércoles 7 de agosto en medio de un calor abrasador en Roma llegamos a Santa Marta, un edificio ubicado a metros de la basílica de San Pedro, mi hija Ana con su esposo, Pablo Mac Cormack, yo acompañado por mi esposa y compañera en Todo Personal, Bibiana Belsasso, y nuestra amiga Ximena Urrutia.
Pasamos dos controles de seguridad. Ya saben quiénes somos y nos esperan. Vamos a un salón de protocolo, donde el Papa recibe mandatarios, empresarios, invitados especiales, amplio, bellamente decorado. Pero a las tres en punto nos dicen que nos recibirá en el piso superior, en sus habitaciones privadas, es un gesto que ofrece a muy poca gente.
Sencillo, afable, como un abuelito que recibe a sus nietos, sin ninguna formalidad, saluda de mano, fomenta el tuteo, Ana lo abraza. Quiere hablar sobre todo de su abuela Esther Ballestrino de Careaga, la abuela de mi hija Ana y la madre de Ana María Careaga, mi suegra en mi primera juventud cuando vivía en Buenos Aires y nos casamos con Ana María.
Francisco, recuerda que ingresó a una escuela técnica a los 16 años y que eligió hacer sus prácticas en un laboratorio de productos cosméticos, que dirigía Esther. Cuenta que Esther era muy estricta con el trabajo, pero que sobre todo era muy alegre, muy divertida. Pero lo más importante es que, dice, fue la mujer que le enseñó a pensar, y sobre todo a pensar políticamente.
Esther era marxista, progresista, ella le regalaba libros, le recomendaba autores, le proponía actividades, él tenía amigos, una novia y la fe lo impulsaba a ingresar al seminario. Fue Esther la que lo convenció de que si su verdadero anhelo era el sacerdocio debía seguir ese llamado. Así lo hizo un joven Jorge Bergoglio que mantuvo su amistad con Esther toda su vida, hasta que a ella la secuestraron, torturaron y mataron tirándola desde un avión viva al mar durante la dictadura militar argentina en 1977. El era entonces provincial de los jesuitas en Buenos Aires.
Unos meses antes, en abril de 1977, Ana María y yo nos había casado, los dos éramos unos jovencísimos dirigentes estudiantiles y estábamos entonces perseguidos, expulsados ella de su preparatoria, yo de la universidad. Nuestros amigos y compañeros estaban siendo asesinados, desaparecidos, muchos habían
huido del país. Era el momento más oscuro de la dictadura y Ana tenía un embarazo de dos meses. Decidimos casarnos. Esther, que ya entonces había comenzado a trabajar en un pequeño colectivo de derechos humanos que luego se llamaría las madres de plaza de mayo, recurrió a Francisco. En esa época en Argentina, una boda civil y una religiosa tenían el mismo valor legal. Nos casó un
sacerdote que ni Francisco ni nosotros recordamos si fue él mismo o alguno de sus
jesuitas en una ceremonia clandestina, con un puñado de personas
acompañándonos. Ocho semanas después de esa boda cuando Ana tenía 16 años y
estaba embarazada de tres meses, fue secuestrada y recluida en un campo de
concentración. Estuvo los siguientes cuatro meses torturada, encadenada, desnuda
con una capucha en la cabeza.
Desde la detención de Ana, toda la familia tuvo que esconderse, nuestras casas
fueron allanadas, destrozadas. Esther recurrió para tratar de localizar a Ana María,
entre otros, a su amigo Jorge Bergoglio. Y en ese momento se crean con Esther y un
grupo de madres, las madres de Plaza de Mayo para buscar a sus desaparecidos que
ya eran miles en todo el país.
Las gestiones de Esther buscando a Ana llegan no sólo a Bergoglio, sino hasta el
propio presidente electo Jimmy Carter, que le exige a la dictadura argentina la
aparición de diez personas, diez menores de edad. Seis de ellos, entre los cuales
está Ana, seguían vivos y Ana es liberada un 30 de septiembre en la noche. Y días
después nos reencontramos en Sao Paulo, en Brasil. El 7 de noviembre con el apoyo
del ACNUR, Ana y yo viajamos de Brasil a Suecia, como asilados políticos, Ana en
una situación crítica de salud por las torturas recibidas y con un embarazo de ocho
meses que sabíamos incierto.
El 11 de diciembre en la ciudad de Växjo, en Suecia, nace mi hija Anita, en buen
estado de salud, pero cuando llamamos a Buenos Aires para dar la buena noticia
nos informan que Esther fue secuestrada por un comando de la marina junto con
otras madres del movimiento de las madres de plaza de mayo, y dos monjas
francesas en la iglesia de la Santa Cruz. Luego se sabría que fueron brutalmente
torturadas y arrojadas, vivas, al mar. Sus restos aparecieron en una lejana playa de
océano Atlántico días después. Los pobladores los enterraron en una fosa común y
fueron identificados muchos años después. Para entonces Francisco, que ya era el
cardenal de Buenos Aires, autorizó que esos restos descansaran en la Iglesia de la
Santa Cruz, el último lugar que habían pisado en libertad.
Vinieron los años de la dictadura. A Francisco le llegaban los informes de los
desaparecidos, asesinados, torturados. Era provincial de los jesuitas. En el
seminario de San Miguel comienza a refugiar, a esconder a personas perseguidas.
Se entera de la detención de un joven vecino, trabajador, casado, con dos hijas
pequeñas y está seguro que lo llevaron a un cuartel cercano de la fuerza aérea. Pide
verlo. Le dicen que no está. Habla con el jefe de guardia que le parece un hombre
bueno, le dice que está seguro que el detenido está ahí y que sabe que ese hombre
ahora está viviendo un infierno, pero que todos los que lo llevaron ahí si no lo
regresan terminarán en el infierno. Lo busca el guardia de seguridad en secreto. Le
dice que esa noche a cierta hora y lugar, le entregarán al detenido. Esa noche desde
un coche lo arrojan a la calle, herido pero vivo. Lo ingresan al hospital italiano y le
piden al consulado de Italia que lo haga salir del país con su familia. Como los
aeropuertos están controlados, lo hacen salir en barco rumbo a Italia. Ahora vive
ahora en el norte de Roma, visita al pontífice con regularidad.
Nos cuenta que un día de 1997 lo llamó Esther por teléfono. Le dice que la abuela
está muy mal que por favor vaya a su casa a darle la extremahunción. Pero que
“lleve el camión”. Comprende que el problema es otro. Va con una camioneta. Para
esa fecha estábamos perseguidos, ha desaparecido la pareja de una de sus hijas, y la
otra está clandestina. Esther le pide que se lleve todos sus libros y documentos,
algunos de organizaciones políticas que, como todas, estaban prohibidas,
incluyendo una biblioteca amplia de literatura y temas políticos. Francisco se los
lleva, al seminario que estaba también bajo acecho militar. Los libros los conserva y
los integra a la biblioteca del propio seminario.
Ahora le indigna a Francisco que un grupo de diputados haya ido a visitar a los
represores y torturadores que están cumpliendo cadena perpetua por delitos de
lesa humanidad en una cárcel de baja seguridad en Ezeiza, cerca de Buenos Aires.
Entre ellos está Alfredo Astiz el marino que se infiltró entre los grupos de madres y
familiares diciendo que estaba buscando a su hermana desaparecida, y que fue
quien señaló a las madres que debían secuestrar y a las dos monjas francesas y que
ya en la ESMA participó activamente en sus torturas y vejaciones hasta que fueron
asesinadas.
El Papa nos dice que no lo comprende, que son personajes que cometieron
crímenes de lesa humanidad, cuanta la historia de un sacerdote de los militares,
que consigue convertirse en capellán del ejército y participa en las torturas de los
detenidos. Terminada la dictadura es detenido y condenado. Años después queda
en libertad y pide ir al asilo de sacerdotes retirados. Francisco lo prohíbe, dice que
ese hombre al que califica de terrorífico, no es un hombre de la Iglesia.
Le digo que Borges asegura que no se debe hablar de venganzas ni perdones, que el
olvido es la única venganza y el único perdón, pero que Milán Kundera, asegura
que la historia es la lucha de la memoria contra el olvido. Dice que el olvido, el
perdón puede ser algo individual pero que la memoria siempre debe permanecer.
Le preguntamos si el perdón no es la esencia de la Iglesia. Duda, dice que a veces,
para las sociedades, es muy difícil perdonar, que siempre se deben recordar este
tipo de hechos para no repetirlos.
Hablamos de la importancia del diálogo para acabar con la polarización y con la
ignorancia. Valora, por sobre todas las cosas, el diálogo, el intercambio de ideas, la
bondad intrínseca de las personas, dice que el diálogo es lo único que puede
romper la polarización y que por eso es siempre tan importante impulsarlo.
Hablamos de México y la violencia. Habla de como crecen esos niños que no tienen
nada pero que sobre todo no conocen lo que es el cariño, la ternura, que cuando se
los quiere acariciar responden con un golpe, dice que de esos niños que no saben
qué es la ternura es de donde nacen los criminales, los sicarios, y que falta mucho
por hacer en ese sentido. Habla del tejido social destruido. Tiene fe en México
porque, dice, un poco en broma, mucho en serio, que unos son católicos y otros son
ateos, pero que todos son guadalupanos, y esa es una base de unión. Pide que no
olvidemos la alegría.
Entre abrazos, nos acompaña hasta la puerta de su pequeño departamento, nos
despide con abrazos como el abuelito un poco débil, pero lúcido, inteligente, que
todos deseamos tener. Es el fin de una de las tardes más entrañables que se puede
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