Nescimus quid loquitur
Por Jafet R. Cortés
Abrí los ojos y lo sentí, una presión apabullante que me empujaba hacia adelante con fuerza; punzadas que abatían, no sólo mi posibilidad de respirar con normalidad, sino que me inundaban misteriosamente de una cólera irreductible, que se filtraba dentro de mí, buscando colmarme y que aquella oscuridad se pintara de rojo.
Con el menor acto de amenaza, un violento arrebato recorría altivo todo mi sistema nervioso; tomaba mi espina dorsal como avenida principal, propagándose por cada una de mis extremidades hasta tocar las yemas de mis dedos, hasta pervertir cada folículo, erizándome de rabia; arrugando mi entrecejo; preparándome para la batalla; para explotar con violencia contra cualquiera que considerara contrario a mi voluntad, contra cualquier circunstancia que me provocara la más mínima irritación o recelo.
Así, deambulaba de aquí para allá, como bomba atómica; caminaba apretando los puños, con un puñal entre los dientes, esperando la primera tribulación para explotar y devolver igual o peor cualquier agresión que llegara.
No me enseñaron otro camino más que el de la guerra, al contrario, cada circunstancia que había vivido hasta este momento me preparó para arremeter más y mejor, para no bajar la guardia; para sentir aquella presión apabullante que me empujaba hacia adelante con fuerza, para acostumbrarme a esas punzadas que abatían mi posibilidad de respirar con normalidad, que me inundaban de una cólera irreductible, buscando colmarme, para que aquella oscuridad pintara mis manos de rojo, otra vez.
CONTINUAR LA VIOLENCIA
La vida cotidiana nos prepara constantemente para el conflicto, no para mediar, sino para continuar la violencia, para ejercer más violencia. No nos enseñan a bajar los brazos y escuchar, sino alzar las armas y rehuir al diálogo; nos empujan a gritarnos unos a los otros, a arremeter contra propios y extraños; a insultar a diestra y siniestra; nos animan a hacer daño y a no tener remordimiento por haberlo hecho.
La vida cotidiana promueve y consiente la violencia como medio de supervivencia; separa al humano de su humanidad y nos vuelca a saciar nuestros instintos más primitivos, a ser salvajes. Sentimos en el pecho aquel desprendimiento del espíritu, pero no buscamos remediarlo de alguna forma. Consentimos la barbarie, el abuso, la traición; tan condicionados estamos, que se nos hace ilógico actuar de otra manera.
Ausentes de paz, buscamos defendernos por nuestros propios medios, convirtiéndonos, en muchos casos, en aquellos abusadores que tanto detestamos, aquellos violentos atacantes que señalamos con un dedo, mientras escondemos la ofensa en la otra mano. Mientras nos quejamos de la violencia, la usamos constantemente como arma, hiriendo hasta aquellas personas que no nos hicieron nada, como un medio preventivo. Preferimos responder, a dejar el mínimo margen para que el otro pueda hacernos daño.
Continuamos la violencia, lo hacemos de tal forma que la paz se convierte en un recurso obsoleto, que se oxida ante nosotros, mientras la maquinaria de la guerra se aceita día tras día, estocada tras estocada, golpe tras golpe; haciéndonos violentadores perfectos; intoxicando aún más aquel veneno que desarrollamos, aquel veneno que corrompe todo lo que toca, que nos corrompe a nosotros mismos.
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