CharlesBukowski
—¡Vamos! —dijo mi padre, y entré en el baño. El cogió la correa.
—Bájate los pantalones y los calzoncillos —dijo.
No lo hice. Se puso frente a mí, desabrochó mi cinturón de un golpe, me desabotonó y bajó mis pantalones de un tirón. De igual modo me bajó los
calzoncillos. La correa aterrizó sobre mi piel. Lo mismo de siempre, el mismo sonido explosivo, el mismo dolor.
—¡Vas a matar a tu madre! —vociferó.
Me golpeó de nuevo. Pero las lágrimas no se produjeron. Mis ojos estaban extrañamente secos. Pensé en matarle. Debía de haber algún modo de matarle. En un par de años podría darle muerte a golpes. Pero lo deseaba en ese momento. El era un don nadie. Yo debía de ser un niño adoptivo. Me golpeó de nuevo. El dolor aún persistía, pero el miedo se había desvanecido. La correa aterrizó de nuevo. La habitación ya no se desvanecía entre brumas. Podía verlo todo con claridad. Mi padre pareció observar alguna diferencia en mí y me azotó con más fuerza, una y otra vez; pero cuanto más golpeaba, menos sentía. Parecía casi como si fuera él el que se sintiera impotente. Algo había ocurrido, algo había cambiado. Mi padre, jadeante, se detuvo y oí cómo colgaba la correa. Anduvo hasta la puerta y yo me giré.
—Oye —dije.
Mi padre dio la vuelta y me miró.
—Dame un par más —le dije—, si es que eso te hace sentirte mejor.
—¡No te atrevas a hablarme de ese modo! -replicó.
Le observé y vi pliegues de carne bajo su barbilla y en torno al cuello. Vi tristes arrugas y surcos. Su rostro tenía el color rosa de la masilla ajada.
Estaba vestido con su ropa interior y su vientre abultaba creando arrugas en su camiseta. Sus ojos ya no poseían fiereza, sino que parecían vacuos y evitaban los míos. Algo había ocurrido. Las toallas del baño lo sabían. La cortina de la ducha lo sabía, el espejo lo sabía, la bañera y el retrete lo sabían. Mi padre se giró y salió por la puerta. El lo sabía. Era mi última paliza. Al menos proveniente de él.
La senda del perdedor…
