Fidel Herrera Beltrán: el inicio

  • El discurso y el accidente de la política

Por Ramón Alberto Reyes Viveros//Zoociedad Anónima

Para quien esto escribe, resulta tan predecible como inevitable que uno de los pasajes más referidos en distintas etapas de mi vida sea aquel discurso del 5 de agosto de 2006, donde aparezco —por la amplitud de la toma— al lado del gobernador Fidel Herrera Beltrán. Esa imagen, congelada en el tiempo, contenida en las redes, ha vuelto muchas veces: en la nostalgia, en la crítica, en la memoria.

Pero si de rendir homenaje se trata, hacerlo desde el centro de la historia requiere honestidad con su estructura: toda gran historia debe contarse desde el principio. Por eso, esta humilde entrega no será sobre su legado, ni sobre el final. Será sobre el inicio.

Y con ello, también dejo claro que esta no será la única Zooociedad Anónima que escriba sobre él. Habrá más. Espero que puedan leerlas todas, y agradezco la generosidad de quienes me publican por permitirme compartirlas.

Comenzamos.

Fidel tenía 19 años y apenas era un joven militante de las juventudes del PRI cuando vivió su primer “accidente político”, ese tipo de episodios donde la historia no se planea… se precipita.

Era auxiliar del licenciado Maldonado Pereda, secretario particular del gobernador de Veracruz, y había sido invitado con las bases a llenar un evento masivo en el entonces Distrito Federal, durante la campaña presidencial de Luis Echeverría Álvarez. Su función era estar con la masa, vitorear. Nada más. Hasta que alguien comenzó a buscar con urgencia a los oradores oficiales… y no los encontraban.

Uno a uno, los nombres previstos —Sebastián Guzmán Cabrera, Hermes Villanueva, la maestra Delia de la Paz Rebolledo— estaban perdidos entre el caos del transporte defeño. Fidel, que había ganado un concurso de oratoria en las preparatorias de Xalapa, fue señalado por el maestro Rafael Arreola Molina, entonces presidente del PRI en Veracruz. “Tú vas a hablar”, le dijo. “Nomás no ataques al gobierno.”

Lo subieron al segundo piso, donde el gobernador Rafael Murillo Vidal le deseó suerte con una mezcla de severidad y afecto. Fidel respiró hondo… por fin, el joven que de niño pasó hambre, caminó descalzo entre los cañales de la cuenca del Papaloapan y vendió dulces para seguir estudiando, estaba a punto de sincronizar, de forma magistral, su voz con la memoria privilegiada que lo acompañó de por vida y con la improvisación veloz de una golondrina en vuelo.

No dio un discurso amable. Dio uno honesto. Habló de los campesinos que trabajaban tierras que no eran suyas. De los transportistas que manejaban los camiones de otros. De los estudiantes sin futuro, de los obreros, de los pescadores, de los que menos tienen, de la clase humilde y desfavorecida. Y cerró con una línea que marcaría toda su vida: “Lo apoyamos, señor candidato, pero con nuestro apoyo no le damos un cheque en blanco.”

Para los estándares de la época, fue un discurso fuerte. Para él, fue el nacimiento. Y lo fue más aún cuando el licenciado Luis Echeverría tomó la palabra y dijo: “Coincido con este joven que me antecedió en el uso de la voz.” Y añadió sus propias críticas: líderes obreros ausentes, dirigentes alejados del pueblo, pérdida de interlocutores del gobierno con sus gobernados.

Ese día cambió todo.

Fidel se convirtió en orador auxiliar de la campaña en su primera etapa. Recorrió el país. Hasta que un par de eventos trágicos marcaron su vida para siempre: el día 25 de enero de 1970, un avión que transportaba a la fuente de prensa del candidato se estrelló en el cerro del Mesón en Poza Rica, situado en el norte de Veracruz, muriendo al instante 13 reporteros y la tripulación, quedando solo vivo Jesús Kramsky por ser el ocupante de la última fila de asientos.

Las alarmas se encendieron en el equipo de campaña y echaron mano de todos los elementos para cubrir las necesidades de los familiares de los fallecidos, a quienes les fue facilitado un autobús en Rinconada, de manos del joven Fidel, a quien acompañó su amigo Monchi Arcos, y quien —manejando de regreso a Xalapa— no logró esquivar un tráiler descompuesto a mitad del camino. El choque fue brutal. Tres meses en el hospital. Una cicatriz que marcó su frente, y una acción que marcó su vida. Echeverría no se olvidó de él. Lo visitó en el hospital. Le prometió que lo reintegraría a la vida política en cuanto sanara. Y le cumplió.

La última etapa de la campaña —Sonora, Baja California— la hizo ya con el cuerpo recuperado… y el miedo intacto de subirse por primera vez a un avión. Y cuando terminó todo, cuando todos salían del despacho presidencial con nombramientos en la mano para integrarse al gabinete, a Fidel no lo esperaban ni cargos ni secretarías.

Lo esperaba el cariño y reconocimiento de un hombre que le dio el mismo trato que a sus hijos: duro de ceño, pero generoso de corazón con quien había arriesgado su vida al servicio de su campaña presidencial.

El boleto decía “Londres”. No sabía a dónde iba, pero sí por qué iba: porque había hablado con verdad, con coraje y con claridad. Porque, aunque apenas conocía Tlacotalpan y Tuxtepec, ya soñaba con cruzar el mundo.

Lo mandaron a estudiar. A abrir los ojos. A formarse. No como premio, sino como apuesta. Y esa apuesta, lo sabemos hoy, fue ganada con creces.

Fidel Herrera no nació gobernador. Nació orador: elocuente, ingenioso y humilde. Y antes que eso, nació inconforme con la realidad de la clase desfavorecida y trabajadora de Veracruz. Lo demás fue consecuencia.

Como toda buena historia política, todo comenzó con un discurso… y con un accidente. En aquel 1970, nacieron de nuevo Kramsky, Echeverría y Herrera Beltrán.

El próximo domingo 11 de mayo a las 9:30 de la mañana, en el Recinto Oficial del Congreso del Estado de Veracruz, se le rendirá un homenaje póstumo al gobernador de mandato cumplido Fidel Herrera Beltrán. Sirva esta columna como antesala de ese merecido reconocimiento.

Continuará.

Deja un comentario