México no podría llegar al día en que inicia un nuevo gobierno en Estados Unidos de peor forma que como este miércoles. Nunca antes la asunción de un nuevo jefe de la Casa Blanca se había dado en un contexto de confrontación y de tanta incertidumbre por las acciones de un presidente, como lo es Andrés Manuel López Obrador, que puede hacer cualquier cosa inimaginable en un par de horas en Palacio Nacional, en función de qué humor amaneció, cómo entendió la realidad o cómo la ajusta a su interés personal, cómo conectó puntos que no tienen relación entre ellos y qué se le metió en su cabeza, que ese día va a estallar un cohetón o destruirá puentes. Lo más preciado en un político es la certidumbre de sus actos; lo que caracteriza a López Obrador es la incertidumbre y la sorpresa permanente.
Algunas veces asombra por su desconocimiento de temas, lo que no le impide abrir la boca. Otras por su ignorancia sobre los asuntos de interés público. Unas más por sus fijaciones y obsesiones ideológicas. En cualquier caso, en las mañaneras siempre se sube a un trapecio y da triples saltos mortales, donde quien sale lastimado, si le fallan, no es él, que siempre encuentra justificación en otros, sino el país. En vísperas de la llegada de Joe Biden a la presidencia de Estados Unidos, hemos vivido uno de esos momentos inéditos a los que nos ha acostumbrado a experimentar, en donde apretó la marcha destructiva de la relación a partir de las ruinas de Donald Trump, con el propósito de modificar los términos de la relación con el presidente entrante.
No se puede decir que tenga bien calculado el giro de la sumisión a la confrontación, por la racional de sus declaraciones sobre la investigación de la DEA en contra del general Salvador Cienfuegos, y su control de daños, como poner ante los micrófonos de la radio al fiscal general, Alejandro Gertz Manero, en momentos en que está siendo apaleado, por lo que, no extraño, escaló los vituperios. Gertz Manero, de temperamento mercurial, le dijo a Ciro Gómez Leyva en una entrevista en Radio Fórmula que, en el caso Cienfuegos, el Departamento de Justicia “estaba loco”, lo que es una afirmación interesante para quien, en su último encuentro con el procurador estadounidense, William Barr, lo recibió en su casa en bata de seda, para una reunión que sólo duró tres minutos, porque sus interlocutores pensaron que no era serio.
El fiscal general estaba furioso por las críticas que ha recibido por la exoneración a Cienfuegos, y en otra entrevista, con Carmen Aristegui, se aventó la puntada de afirmar que consideraba llevar al Departamento de Justicia a una corte internacional para medir sus actos con los del gobierno estadounidense. “Este asunto no se va a quedar así, ni se va a quedar en un linchamiento”, agregó. “¿El chiste es darme en la madre? No me voy a dejar”. Gertz Manero podría haber tenido un poco de memoria y cuidar su retórica, sin necesariamente cambiar el fondo de su posición.
Pero escalar rabiosamente –por el uso de las palabras– la confrontación con el gobierno de Estados Unidos y llamar “loco” al Departamento de Justicia, puede tener consecuencias para él, si decide la CIA, por ejemplo, como un asunto de cohesión de Estado, hacer público un expediente que tienen sobre el fiscal general en Langley, sobre un incidente en Nueva York cuando era secretario de Seguridad Pública del presidente Vicente Fox. López Obrador tampoco ha medido de lo que son capaces si se deciden a actuar las agencias policiales y de inteligencia en aquella nación en su contra. Sólo en el caso Cienfuegos, Gertz Manero reconoció que sólo les entregaron una parte de las evidencias contra el general, por lo que no saben qué más puedan tener que lo incrimine.
El Presidente debería saber –si tiene información de calidad– que la DEA tiene testimonios de testigos protegidos desde que era jefe de Gobierno de la Ciudad de México, que imputan a cuando menos dos altos funcionarios de su gabinete, a un exsecretario, a un alto mando en Seguridad Pública, y a personas cercanas por presuntos vínculos con los cárteles del Pacífico y de los hermanos Beltrán Leyva. López Obrador está sentado sobre un barril atascado con dinamita, donde él mismo prendió la mecha la semana pasada.
No significa que el nuevo gobierno de Biden vaya a actuar públicamente en su contra. No siempre recurren a las filtraciones de prensa para minar credibilidad. Tampoco que pronto haya represalias de esas agencias. Pero tiene un ejemplo en su alter ego, Trump, quien comenzó su administración peleándose con las agencias policiales y de inteligencia, que tres años después le respondieron. La información sobre la colaboración rusa en su campaña presidencial, que lo llevó a su primer juicio político, salió de ellas, que de esa forma le cobraron los agravios.
El comportamiento de López Obrador en los últimos días lo hace ver, ante ojos de un gobierno extranjero, como alguien con quien mantener una relación estable es difícil. Ya comprobaron que no respeta acuerdos bilaterales y en lugar de mostrar su molestia por los canales diplomáticos, como procede, insulta a un gobierno del cual México depende en más de dos terceras partes de su economía, con la ligereza con la que difama diariamente a quienes lo critican.
Su actuar en los últimos días lo mostró como alguien que no es de fiar. Después de más de dos años de entrega al presidente Trump, que no lo presionó en el tema de la seguridad, se distanció de su gobierno pateando las puertas que le dieron estabilidad para ir demoliendo la democracia en México, sin tocar y abrir la puerta del gobierno entrante con cuidado. Está tirando puñetazos, y si quiere pleito, seguramente, pleito tendrá.