Jorge Zepeda Patterson ./ Ciudad de México, México
Se necesitará otro milagro para que el presidente de México descienda del pedestal en el que él mismo y sus aduladores lo han puesto. Andrés Manuel López Obrador no ha traicionado sus banderas, pero en más de un sentido se ha traicionado a sí mismo. Sigue siendo fiel a su obsesión de beneficiar a los pobres y combatir la corrupción, pero al llegar al poder ha dejado de lado al hombre modesto y discreto que parecía ser. O quizá simplemente traicionó al ser humano que habíamos construido en nuestra cabeza.
Supongo que hubieron muchas señales, pero a mí me produjo una opresión angustiante en el pecho observar a un Andrés Manuel sonriente y feliz, dejándose rodear por niños de primaria que cantaban un himno plagado de loas a su persona. El luchador social que yo aprecio habría tenido un ataque de pudor ante la burda exaltación del culto a la personalidad y de coraje ante la obvia manipulación de los pupilos por parte de un maestro oportunista. Pero el Andrés Manuel que se observaba en el vídeo claramente disfrutaba del momento, consciente de estar siendo filmado, en una escena que en el mejor de los casos era una mala copia del Evangelio y, en el peor de ellos, una pieza propagandística digna del regordete Kim Jong-Un de Corea del Norte.
Luego vinieron las desagradables muestras de servilismo en las mañaneras de parte de personajes salidos del periodismo de aficionados, convertidos en súbitas estrellas gracias a su disposición a madrugar y a hacer preguntas elogiosas y convenientes al soberano. “Presidente de todos los mexicanos, siervo de la nación, ¿qué opina de la declaración de los conservadores explotadores del pueblo que ayer afirmaron …?”.
Pensé que tales muestras de oportunismo y pobreza profesional serían poco a poco desahuciadas por el sentido común de un hombre que, a mi juicio, tenía una trayectoria marcada por el decoro. Pero para mi sorpresa, al pasar los días el presidente terminó dándoles prioridad en las rondas de preguntas y no perdió oportunidad de cargarlos de elogios y presumirlos como ejemplos de buen periodismo. Que califique de mala prensa a quienes le critican ya es preocupante, pero puede entenderse (que no justificarse) por la pasión política. Que considere admirables las muestras de abyección de las mañaneras, en cambio, me parece que va más allá de lo político y tiene que ver con una fractura en un hombre cuya inteligencia y sentido de dignidad estaban por encima de eso.
Tuve la oportunidad de hacer un largo perfil biográfico de López Obrador para el libro Los Suspirantes 2006 y lo profundicé y actualicé para las versiones del 2012 y el 2018. Lo que encontré fue un ser humano con virtudes y defectos, tozudo e implacable con sus principios y determinaciones, sencillo en sus planteamientos, austero, digno y honesto.
A los que profetizaban un Hugo Chávez, yo contra argumentaba recordando su experiencia como alcalde de la Ciudad de México, la cual se caracterizó por un espíritu práctico, negociador y emprendedor. En realidad mi mayor preocupación residía en la posibilidad de que al llegar al poder se dejara llevar por una actitud revanchista y punitiva en contra de los que le habían boicoteado durante su trayectoria como opositor (las televisoras, los capitanes del dinero, los ex presidentes, etc.). Pero su discurso de toma de posesión sorprendió a todos por su generosidad, su espíritu conciliador y su ánimo incluyente.
Para desgracia de muchos que votamos por Andrés Manuel y seguimos creyendo en sus banderas, ese discurso inaugural se fue debilitando con los meses. La borrachera del poder quiso otra cosa. Me hizo añorar los cuentos de hadas que tras el beso de consumación suelen terminar con el “vivieron felices”. Los libretistas no tienen que batallar con la vanidad insufrible de la ex bella durmiente, las infidelidades del príncipe azul o la anti climática y aburrida cotidianidad que termina por arruinar la luna de miel. Los cuentos felices tienen la virtud de terminar a tiempo. Los sexenios, no.
Más allá de aciertos y errores que todo ser humano comete, presidentes incluidos, me parece que algo se descompuso en el momento en que López Obrador creyó posible decir sin rubor una frase como “yo ya no me pertenezco”. No hay ninguna gloria en haber ganado la presidencia, como lo demuestran Fox o Calderón, si no va acompañado de la capacidad de provocar un cambio real y no de palabra, como hasta ahora ha sucedido. No ayuda en nada que él esté convencido de que sus frases van para el bronce y que sus textos son un regalo iluminado para la humanidad; en suma, cuando se convence de estar investido de una supuesta infalibilidad, trátese de economía, historia, ecología, política, filosofía o humanismo. La humildad convertida en motivo de presunción.
Lo que no entiende el presidente es que nada asegura nada, y que sus pares en la historia podrían terminar siendo Luis Echeverría y José López Portillo, y no Benito Juárez o Francisco I. Madero, como él cree. ¿De qué depende? De que la inseguridad pública, la pobreza o la corrupción disminuyan drásticamente. Y esas, lejos de haber mejorado en año y medio, están estancadas o van empeorando. Cada vez está más claro que no basta la buena voluntad del mandatario para que México se transforme y que se necesita el concierto de muchos actores (algunos de los cuales han sido maltratados y enajenados por el mandatario de manera gratuita). El presidente repite una y otra vez que no nos hemos dado cuenta de que “esto ya cambió”, pero no es así. Y allí están los asesinatos diarios para contradecirle, próximamente el desempleo galopante y los escándalos de corrupción de los que nos vamos enterando. Lo que cambió, y hay que reconocérselo, es la voluntad política del jefe del Estado de hacer un México más justo para los desheredados. Pero deseo no es lo mismo que realidad por el simple hecho de que él viva en Palacio.
No quisiera perder la esperanza. Era tan improbable la posibilidad de que las élites permitieran la llegada al poder de un hombre comprometido con los que menos tienen, que se trata poco menos que de un milagro (quizá de allí las actitudes mesiánicas del personaje). Se necesitará otro milagro para que el presidente descienda del pedestal en el que él mismo y sus aduladores lo han puesto. Pelearse con las mujeres, con la prensa nacional y extranjera, con los ecologistas, con los inversionistas, con la parte de su Gabinete que no es servil e incondicional, con las clases medias, con intelectuales, científicos y artistas y un creciente etcétera, puede haber sido imprescindible para producir un cambio y eliminar privilegios y distorsiones. Pero temo que muchos de esos desencuentros se originan por otra razón: la soberbia. La simple y llana convicción de creerse que es más sabio que todos los demás, y ufanarse de ello con el aplauso de su caterva de zalameros. ¿Hay posibilidad de retorno?
¿Es recuperable el estadista que lleva dentro sin que nos endilgue una supuesta superioridad moral? Y si el mejor AMLO no regresa ¿vale la pena seguir apoyándolo a pesar de sus deslices en aras de la bondad de sus banderas?