Mario de las Heras
El autor de las Elegías de Duino y de los Sonetos a Orfeo es uno de los poetas por excelencia, favorito de tantos, de la literatura universal
ohemio de Bohemia y de bohemia en su juventud y madurez, Rainer Maria Rilke vivió en su niñez la paradoja de ocupar el lugar de su hermana muerta en el imaginario de su madre, razón por la que ella le vistió de niña hasta los cinco años, y el de su padre como militar frustrado, motivo por el cual pasó otro lustro en una escuela castrense a la que después llamó «el abecedario de los horrores». Fue como si un decenio de ser otros, en la infancia y en la adolescencia, le sumieran en un deseo inconsciente, pero intensamente febril e inevitable el resto de sus días, de encontrarse en los más profundo de sí mismo.
Tanto dejó de ser aquellos que se cambió el nombre que no eligió, René por Rainer, para dejar definitivamente atrás su enajenación forzosa. Estudió literatura, arte y filosofía en las universidades de Praga y Múnich, antes de entregarse por completo a la poesía: la búsqueda desesperada de sí mismo. Jipi durante una época en los albores del XX, desde Trieste o la Toledo que le maravilló, eligió París como centro de operaciones de una vida nómada, viajando, buscándose por el mundo y en su escritura a través del amor y la literal guerra.
«Adéntrese en sí mismo»
Una vida física de salto en salto, acogido por sus amigos, y de excavación personal como escribió por carta a su amigo Franz Xavier Kappus: «Lo primero que debe hacer es buscar dentro de sí mismo los motivos que le empujan a escribir y no fiarse de nadie más que de sí mismo. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie… No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo». Este fue el punto de partida de toda su existencia como un árbol sencillo, casi invernal, crepuscular, lírico en cuyas ramas crecieron la soledad o el amor como virtudes y necesidades.
Apenas superó los 50, aquejado de una leucemia que nunca supo que padeció, y en ellos escribió diez libros de poesía con la culminación de las Elegías a Duino y los Sonetos a Orfeo, ambos de 1923, en un largo y potente estertor creativo que alcanzó hasta su fin, en 1926. También publicó colecciones de narraciones en prosa, una novela semiautobiográfica y una biografía de Rodin, de quien fue secretario en un breve período de su interna, sobre todo, y externa y absoluta experiencia bohemia.
CINCO POEMAS DE RILKE:
- Día de Otoño
Señor: es hora. Largo fue el verano.
Pon tu sombra en los relojes solares,
y suelta los vientos por las llanuras.
Haz que sazonen los últimos frutos;
concédeles dos días más del sur,
úrgeles a su madurez y mete
en el vino espeso el postrer dulzor.
No hará casa el que ahora no la tiene,
el que ahora está solo lo estará siempre,
velará, leerá, escribirá largas cartas,
y deambulará por las avenidas,
inquieto como el rodar de las hojas. - Canción de amor
¿Cómo sujetar mi alma para
que no roce la tuya?
¿Cómo debo elevarla
hasta las otras cosas, sobre ti?
Quisiera cobijarla bajo cualquier objeto perdido,
en un rincón extraño y mudo
donde tu estremecimiento no pudiese esparcirse.
Pero todo aquello que tocamos, tú y yo,
nos une, como un golpe de arco,
que una sola voz arranca de dos cuerdas.
¿En qué instrumento nos tensaron?
¿Y qué mano nos pulsa formando ese sonido?
¡Oh, dulce canto! - Entrada
Quienquiera que tú seas: al atardecer sal
de tu cuarto, en el cual lo sabes todo;
ante la lejanía está tu casa
como el final: quienquiera que tú seas.
Como tus ojos que apenas, fatigados,
del consumido umbral pueden librarse,
levantas muy despacio un árbol negro
poniéndolo ante el cielo: esbelto, solo.
Y has hecho el mundo. Y es grande, y es como
una palabra que aun en silencio madura.
Y según tu querer comprende su sentido
se desasen tus ojos tiernamente… - Las rosas
Si tu frescura a veces nos sorprende tanto
dichosa rosa,
es que en ti misma, por dentro,
pétalo contra pétalo, descansas.
Conjunto bien despierto cuyo centro
duerme, mientras se tocan, innumerables,
las ternuras de ese corazón silencioso
que suben hasta la extrema boca. - Encanto
A menudo veo el cuarto de intimidad animado,
con vivacidad cuentan las paredes;
una amable muchacha, medio niña aún, alza
las manos hacia el cuadro de María.
Un chico aplicado está junto al padre,
que mucho ha aportado para la casa.
Se disponen a rezar la oración angélica,
y la madre da un descanso a la rueda de hilar.
Me parece entonces que los ojos se humedecen,
hasta los de la Virgen en el marco.
Escucho: en la voz de bajo del padre
suena propicio el Amén.