LOS ESCRITORES MALDITOS

Desde que Paul Verlaine publicase ‘Los poetas malditos’, donde ensalzaba la genialidad de algunos literatos, el adjetivo se ha utilizado para clasificar a autores cuya vida no seguía los cauces socialmente establecidos, sino aquellos marcados por los excesos.

Pablo Cerezal

Cualquiera medianamente interesado en el mundo de la literatura ha escuchado e incluso pronunciado, en más de una ocasión, el término «maldito» para referirse a autores de toda índole.

Escuchar calificar a ciertos escritores como «malditos» pone sobre aviso al oyente: está a punto de escuchar una jugosa retahíla de infortunios vitales o anécdotas bizarras. Sin embargo, este término que pareciese utilizado desde que la literatura existe, fue inaugurado por el poeta francés Paul Verlaine en una fecha tan relativamente reciente como 1884. El lugar donde quedó plasmado el término, por supuesto, fue un libro, Los poetas malditos. En este, Verlaine pasaba lista a un grupo de literatos contemporáneos a quienes calificaba así por considerar que su propia genialidad les había supuesto una verdadera maldición: la de la incomprensión de los lectores e incluso el rechazo social. Se trataba de letraheridos de vida bohemia que, debido al rechazo del público hacia su obra, terminaban cayendo irremisiblemente en un hermetismo que solo les alejaba aún más de la aceptación popular

Arthur Rimbaud, Stéphane Mallarmé, Auguste Villiers de L’Isle Adam, Tristan Corbière, Marceline Desbordes-Valmore y el propio Verlaine, oculto bajo el seudónimo de Pauvre Lelian, componían la recién inaugurada nómina de poetas malditos.

En ‘Las flores del mal’, Baudelaire afirma que «el poeta ha nacido, y lleva con él la maldición que lo condenará»

Y cada uno cuenta con su propia historia. Rimbaud llevó a todos los extremos su necesidad de desarreglar los sentidos, por cualquier medio natural o artificial, para edificar una de las más radicales y rompedoras obras poéticas de la historia de la literatura. Mallarmé, a pesar de ser vapuleado por la crítica, se adelantó a su tiempo estableciendo los cimientos líricos de todas las vanguardias que estaban por llegar. A Villiers de L’Isle Adam la extrema pobreza y un ego desmedido no le impidieron dar un giro de timón a la literatura gótica de la época. Los inicios en el mundo del espectáculo de Desbordes-Valmore no menoscabaron una obra poética con gran carga política y que sería admirada no solo por Verlaine y Rimbaud sino, años después, por el poeta Louis Aragon. La vida desordenada y excesiva de Tristan Corbière tal vez tuviese mucho que ver con la poesía desgarrada con que destrozó la métrica tradicional y dio paso al argot para desorientar al lector. Por su parte, Verlaine, con su largo historial de escándalos sexuales salpicados de alcohol, drogas y otros actos delictivos, sigue siendo considerado uno de los máximos exponentes del simbolismo y precursor del modernismo.

Ninguno de ellos, no obstante, llega a la altura de Charles Baudelaire, considerado a día de hoy el poeta maldito por antonomasia y de quien Verlaine tomó prestado el término que nos ocupa. En el poema Bendición, de su obra Las flores del mal, Baudelaire afirma que «el poeta ha nacido, y lleva con él la maldición que lo condenará».

Baudelaire es, así, el maldito entre los malditos: bohemio y dandy a partes iguales, amante de todos los excesos, desde los carnales a los farmacológicos y, por encima de todo, el gran renovador de la poesía simbolista francesa. Y ya sabemos que toda renovación siempre suele tener a la mayoría en contra, especialmente a esa mayoría que vive de los réditos de la tradición. Fue su carácter desmedido lo que influyó mucho en que se le adjudicase el término de maldito a escritores entregados a las drogas, el alcohol, las pulsiones sexuales y todo aquello que, dejando aparte la literatura, fuese motivo de escándalo social.

Después de Baudelaire, y por mucho que Verlaine se esforzase en reducir el malditismo a la genialidad literaria y la incomprensión que esta lleva aparejada, la vida de muchos escritores tuvo más peso a la hora de ser calificados como malditos que su propia obra. Al fin y al cabo, malditos se consideran aún hoy a Charles Bukowski y Edgar Allan Poe por su alcoholismo, a Alejandra Pizarnik, David Foster Wallace y Sylvia Plath por ser suicidas, a Phillip K. Dick y Leopoldo María Panero por su esquizofrenia, o a Louis-Ferdinand Céline y Pierre Drieu La Rochelle por su colaboracionismo nazi.

La nómina es realmente extensa, y aunque el talento es evidente, gran parte del público no supo apreciar su genialidad. La sociedad, con su beligerante gusto por la tragedia ajena, les negó no solo parte del merecido pan, sino incluso el reconocimiento que tal vez hubiese permitido que sus vidas, si no más acordes con lo generalmente establecido, fueran más largas.

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