Leamos “Huésped en la casa de los muertos”, cuento de Franz Kakfa

¡Qué tal, lectores y lectoras! Esta noche viajamos hasta inicios del siglo XX para disfrutar un relato extraordinario del escritor checo Franz Kafka. El universo kafkiano es sumamente relevante en la literatura universal y el cuento que leerás a continuación es una prueba de porqué este genio se ha convertido en autor inmortal ¡Disfruta tu lectura!

HUÉSPED EN LA CASA DE LOS MUERTOS

Era huésped en la casa de los muertos. Visité un gran panteón muy limpio, había algunos ataúdes, pero aún quedaba mucho espacio libre, dos ataúdes estaban abiertos, su interior ofrecía el aspecto de camas deshechas que acababan de ser abandonadas. Un poco apartado había un escritorio, por lo que al principio no lo advertí, un hombre con cuerpo poderoso se sentaba frente a él. En la mano derecha sostenía una pluma, parecía como si en ese mismo instante hubiese acabado de escribir; la mano izquierda jugaba en el chaleco con una cadena de reloj reluciente, la cabeza profundamente inclinada hacia la cadena. Una limpiadora regresaba, pero no había nada que limpiar.

Por curiosidad tiré de su pañuelo de cabeza, que ensombrecía su rostro. Ahora la pude ver. Era una muchacha a la que había conocido hacía tiempo. Tenía un rostro de blancura exuberante y esbeltos ojos negros. Cuando me sonrió en medio de sus harapos, que la convertían en una mujer vieja, le dije:

—Aquí todos hacen comedia, ¿no?

—Sí —dijo ella—, un poco. ¡Qué bien nos conoces!

Entonces señaló al hombre del escritorio y dijo:

—Ahora ve y saluda a ese señor, es el amo aquí. Mientras no lo hayas saludado, en realidad no puedo hablar contigo.

—¿Quién es? —pregunté en voz baja.

—Un aristócrata francés —dijo ella—, se llama De Poiton.

—¿Cómo ha venido a parar aquí? —pregunté.

—No lo sé —dijo ella—, aquí hay una gran confusión. Esperamos a alguien que debe poner orden. ¿Eres tú acaso?

—No, no —respondí.

—Muy razonable —dijo ella—, pero ahora ve y preséntate al señor.

Fui hacia allí y saludé con una inclinación, pero como él no levantó la cabeza —solo podía ver su pelo blanco enmarañado—, dije «buenas noches». No obstante, siguió sin moverse; un gatito se paseó por el borde de la mesa, había saltado del regazo del hombre y volvió a desaparecer allí, tal vez el hombre no miraba la cadena del reloj, sino debajo de la mesa. Yo simplemente quería explicar de qué manera había llegado hasta allí, pero mi conocida me tiró de la chaqueta y susurró:

—Eso basta.

Al oírlo me quedé satisfecho, me volví hacia ella y fuimos cogidos del brazo por el panteón. La escoba me molestaba.

—Tira la escoba —le dije.

—No, por favor —dijo ella—, deja que me la quede; limpiar aquí no me supone ningún esfuerzo, ¿lo ves, verdad? Además, por hacerlo gozo de ciertas ventajas a las que no quiero renunciar. ¿Deseas quedarte aquí? —preguntó desviando la conversación.

—Por ti me encantaría quedarme —dije lentamente.

Íbamos muy apretados, como una pareja enamorada.

—Quédate, quédate —dijo ella—, cuánto te he echado de menos. Aquí no se está tan mal como tú probablemente crees. Y qué nos importa a los dos cómo nos va.

Anduvimos un rato en silencio, nos habíamos soltado de los brazos, que ahora ceñían los cuerpos. Caminábamos por el camino principal, a derecha e izquierda solo se veían ataúdes, el panteón era muy grande o, al menos, muy largo. Todo estaba oscuro, pero no por completo, era como una suerte de crepúsculo que aún iluminaba algo el lugar en que nos hallábamos, esa claridad abarcaba un círculo a nuestro alrededor. De repente dijo ella:

—Ven, te enseñaré mi ataúd.

Eso me sorprendió.

—Pero tú no estás muerta —dije yo.

—No —dijo ella—, pero a decir verdad, no conozco mucho este lugar, por eso estoy contenta de que hayas venido. En poco tiempo lo comprenderás todo, creo que tú ahora ya lo ves todo más claro que yo. En todo caso, tengo un ataúd.

Torcimos a la derecha, por un camino lateral, otra vez nos encontramos entre dos hileras de ataúdes. En el ambiente me recordaba una gran bodega que había visto una vez. Continuando nuestro camino pasamos también sobre un pequeño arroyo, de apenas un metro de anchura, que fluía con rapidez. Poco después llegamos al ataúd de la muchacha. Disponía de bellos cojines de encaje. La muchacha se sentó en su interior y me hizo una indicación, menos con el dedo índice que con la mirada, para que subiera.

—Pero, mi querida niña —dije yo, le quité el pañuelo de la cabeza y puse mi mano en su suave cabello—, aún no me puedo quedar contigo. Hay alguien aquí, en el panteón, con quien tengo que hablar. ¿No quieres ayudarme a buscarlo?

—¿Tienes que hablar con él? Aquí no hay obligaciones de ningún tipo —dijo ella.

—Pero yo no soy de aquí.

—¿Crees que podrás salir de aquí?

—Seguro —dije yo.

—Pues entonces con más razón no deberías perder tu tiempo —dijo ella.

A continuación buscó entre los cojines y sacó una camisa.

—Esta es mi mortaja —dijo, y me la entregó—, pero no me la pongo.

FIN

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