Gustavo Ogarrio
José María Napoleón (1948), con su concierto de despedida (3/VI/2023) en el Auditorio Nacional; Mijares (1958) y Emmanuel (1955), con el suyo (28/V/2023), dan la pauta para este lúcido y sin concesiones análisis de la balada romántica de finales del siglo XX e inicios del XXI en nuestro país, y muestra, entre otras cosas, la gran eficacia mediática del melodrama.
Para Ana, por su absoluta complicidad con estos delirios melodramáticos.
Cuando pienso que al cantante José María Napoleón se le llegó a nombrar “el poeta de la canción”, no puedo dejar de experimentar una sensación contradictoria. Quizás mi primer impulso me lleva a pensar que este epíteto es injustificable para las letras de sus canciones y, al mismo tiempo, que es una expresión popular y mediática que incluso va más allá de su “lírica”; por lo tanto, contradice y pone en aprietos el uso culto y academicista de lo que se entiende por “poeta”.
Sin embargo, cuando dejo que el magnetismo maniqueo y contradictorio de la balada romántica teja su telaraña de emociones melodramáticas, Napoleón adquiere cierta peculiaridad cultural; lo mismo cuando se activan las primeras imágenes y sonidos que me llevan a su figura. Quizás su nombre artístico, “Napoleón”, resonó con cierta singularidad y sus canciones nada tenían que ver con Bonaparte y el bicornio en la cabeza. De entre los cantantes de su generación, de entre las figuras melodramáticas de las últimas décadas, nadie como él ha encarnado el papel paradigmático del baladista que se ha forjado “desde abajo”; merece que le sea reconocida esa trayectoria casi performática que va de haber cantado en los camiones y autobuses urbanos en Ciudad de México a su llegada de su natal Aguascalientes, al cantor que relata con humildad su origen popular envuelto en los brazos de la fama a escala nacional. En suma: se le reconoce a este poeta de la balada romántica su sencillez y humildad aparentes, si bien en el denominado “mundo del espectáculo” todo es performativo: cualquier gesto, cualquier saludo y reverencia al público, todos y cada uno de los movimientos corporales, los arreglos y las canciones que coinciden con el “producto emocional” en cuestión; la figura de Napoleón guarda cierta verosimilitud entre vida privada y popularidad.
Napoleón se retira de los escenarios tras cincuenta años de componer y cantar, sus últimos conciertos han sido despedidas baladísticas en las que el repertorio de toda una vida se transforma en alegorías puntuales: “Nada te llevarás cuando te marches,/ cuando se acerque el día/ de tu final.” Napoleón llega al día de su final con la convicción de despojarse narrativamente de los años acumulados y de cerrar el relato sobre sí mismo. En el espectáculo del adiós, en la última gira lacrimosa que anuncia el final feliz, Napoleón intenta que las anécdotas que cuenta entre canción y canción con cierta humildad de poeta urbano se acomoden con las letras de sus canciones. Orquesta con guitarra eléctrica y coros casi angelicales detonan las ovaciones debidas. “De vez en vez” abre el concierto del 3 de junio de 2023 en el Auditorio Nacional y la imagen del amante es dulcificación casi bucólica de la mujer. Napoleón es un cantautor del amor romántico que usa sin pudor las metáforas ya clásicas: un “corazón” que busca en los amores que hieren que alguien lo quiera de veras, con la animosidad que marcan los cánones de quien le canta a la vida contemporánea en la agonía del melodrama forjado en la segunda mitad del siglo XX.
“Ustedes han sido el factor primordial en mi vida”: al dirigirse a “su público”, Napoleón se encumbra en su humildad de cantor que cimbra con los estereotipos de los cuales es también hacedor; su contribución al melodrama es también puntual: habitaciones del amasiato patriarcal que son romanticismo a media voz, celos controlados pero puntuales ante el fin del amor: “Tengo celos/ soy culpable de sentirlos/ porque sé perfectamente que el pasado/ ya se ha ido.” “Leña verde” que arde sin desbordamientos aparentes, tan sólo registrando el desamor inevitable: “Eres leña verde que no enciende,/ agua que nunca se bebe,/ árbol que no hecha raíz.”
El “potro de la ilusión” que cabalgaba sin rumbo en las primeras canciones de Napoleón concentra expresiones cándidas, por momentos casi frugales, una transición de la “canción campirana” a la balada urbana. Hay una concepción del amor en estos primeros temas de Napoleón que no se parece en nada a la agresividad masculina de otros cantantes. Permanece un machismo suavizado por metáforas que apelan al amor romántico y que tienen como objetivo no lastimar a nadie, como en la canción “Corazón bandido”. La idealización de la figura de la mujer es una constante en la que ni los celos como campo simbólico de dominio alcanzan para desplegar un discurso de violencia directa; los celos brotan de imágenes muy abstractas: del pasado, de la vida, “de la mano que saluda”, sin embargo, están ahí como una prueba de época.
El final del concierto es, más que épico, absolutamente redentor; cuatro canciones emblemáticas de su repertorio le imprimen la atmósfera del final feliz esperado. “Pajarillo” o la idealización “juvenil” de la prostitución en tiempos del Estado benefactor, es decir, previa al crecimiento criminal y masificado de la trata de personas. “Hombre”: canció paradigmática que prefigura la entrada en escena de las ideologías contemporáneas de la “superación personal”, metáforas maniqueas del comportamiento en los márgenes de la vida “como Dios manda”, es decir, un manual de frases que ayudan a enfrentar el oleaje de la vida a los que les es inducido el sentimiento de hacer de la existencia una morada y no una tumba anticipada, todo esto en la órbita de la monogamia y de la negación casi religiosa de excesos como el alcoholismo y las adicciones. “Eres”: candorosa expresión que raya en la cotidianidad idealizada del amor hombre-mujer, como mandan los cánones emocionales del nacionalismo benefactor; ternura y cursilería que se bañan en la misma “agua clara” del sentimentalismo.
“Vive”: una canción ideal para la redención contemporánea; un cuasi himno de la balada que hace lo suyo para generar la atmósfera última de una trayectoria que se quiere la suma de la felicidad en los márgenes del capitalismo explotador y que, sin proponérselo, es también una aceptación de la precariedad benefactora que padecen las clases más vulnerables en términos económicos: “Abre tus brazos fuertes a la vida,/ no dejes nada a la deriva/ del cielo nada te caerá./ Trata de ser feliz con lo que tienes,/ vive la vida intensamente,/ luchando lo conseguirás.”
Napoleón se va de los escenarios. Al menos eso sustenta la puesta en escena de su final feliz como cantautor. Sin embargo, todas y todos sabemos, de alguna manera, que la balada romántica es también una ilusión de lo que no tiene solución: la tragedia a veces invisible de estar vivos en la transición de una sociedad benefactora a una vida acorralada por la extrema mercantilización neoliberal de los sentimientos.
Mijares y Emmanuel: el optimismo burgués de la balada romántica
“Antes de ti no hay antes,/ no hay amigos, no hay amantes,/ ni pasado en mi reloj que merezca recordarse”, canta Mijares para comenzar uno de los conciertos en los que celebra diez años de compartir el escenario con otra leyenda de la balada contemporánea: Emmanuel. Es el 28 de mayo de 2023 en el Auditorio Nacional y en las dos primeras canciones en las que alternan los dos cantantes se define la idea baladística y de romanticismo casi naif de “belleza”: “Bella señora” y “Bella” son las canciones que cantan Emmanuel y Mijares, y que de no ser porque resuenan como referentes consolidados de la balada romántica, sonarían ya algo desfasados, pueriles y con cierta ingenuidad sentimentalizada. En ambos temas se refuerza la imagen de mujeres cosificadas otra vez en la idealización, “bellas” como esculturas en la redención del amor romántico, solitario, es decir, aislado del mundo social gracias a evocaciones de una contundencia cursi y adánica.
Mijares y Emmanuel conversan a mitad del concierto con cierto desenfado que deja ver, al menos, que no se inscriben en la órbita de cantantes que escalaron a la fama desde una condición social y económica adversa, al estilo performático de Napoléon. Se podría decir que sus comentarios rayan en la torpeza sentimental y sus “chistes” estilo stand up llevan su carga de machismo y de un narcisismo mediático que en ningún caso se traduce en un amor propio abundante y sufriente, como dictan muchas de sus canciones: “Uno entre mil, yo ganaré”. Se podría conceder que son un par de héroes melodramáticos en declive y que inscriben sus autobiografías en un juego de espejos con el “yo” de sus canciones, pero sería también un exceso: el que se convierte en “Rey Azul” cuando es mirado por la mujer deseada ya se queda en el imaginario de masas como una alegoría firme cuando es entonado en los ropajes de la balada, pero absolutamente descontextualizado por el simple paso del tiempo. La metáfora cuasi bélica de Mijares, el “soldado del amor”, lo orilla a un montaje sorprendente por lo grotesco: en un perfomance algo retorcido, Mijares escenifica una riesgosa imagen compuesta de banderas rojas, botas negras y con él mismo envuelto en un disfraz casi militar, con gorra simulada de “soldado” con honores, que más bien parece rendir culto innecesario a la jerarquía marcial.
Mijares y Emmanuel son, abiertamente, cantantes burgueses después del derrumbe de una casi imposible clase burguesa que se encumbra en la época del Estado benefactor, en el que es posible el reinado de los grandes monopolios televisivos y radiofónicos. Éxitos que son cicatrices melodramáticas; frases lapidarias que se entonan como emblemas del desamor; cuadros casi costumbristas de la balada romántica. Quizás las canciones más “viejitas” de ambos cantantes son las que libran mejor la batalla contra el anacronismo emocional, las que se forjaron en la época de oro de la balada romántica y que va de finales de los años setenta y comienzos de los ochenta, a la última década del siglo pasado.
“Poco a poco” y “Siempre”, cantadas por Mijares (siempre intérprete, casi nunca letrista), por ejemplo, recrean la melancolía tremendista de una era que, entre más se aleja, menos se parece a las emociones contemporáneas del melodrama actual, en franca metamorfosis que deja de pasar hegemónicamente por la misma balada: “poco a poco todo se transforma en nada”. Emmanuel domina por completo esta perspectiva de contemplación retrospectiva y, además de cantar, también compone gran parte de sus piezas más importantes: al menos desde 1977, con el disco Amor sin final o desde 1980, con el álbum Íntimamente, el cantante de “Si ese tiempo pudiera volver” ‒un tema de acentos mucho más trágicos, sin dejar de ser melodrama, que el común de los baladistas románticos de aquella época‒ también subyuga a un “público” que lo escucha como el precursor de todo un estilo de cantarle al amor y al desamor, ese maniqueísmo casi luciferino del melodrama contemporáneo.
Los baladistas también envejecen y se despiden. Sus finales felices dejan una lección encubierta en su condición de mundo al revés: no habrá finales felices para nadie, ni redención que detenga el tiempo de lo trágico sin melodrama; la felicidad es algo que acontece solamente como hecho contundente y como redención en las canciones de la balada romántica. En estas evocaciones nostálgicas se extinguen también las almas de quienes cantaron para sobrevivir a la catástrofe del amor romántico, la última impostura emocional de toda una época.