- En plena temporada de ‘encuestitis’, Alejandro Gil hace un recuento de la historia de estas entrevistas que han dado resultados ‘bochornosos’ en EU.
Alejandro Gil//Recansens//elfinanciero.com.mx
Las encuestas electorales tienen una historia accidentada en Estados Unidos. Alternativamente, ganan o pierden la confianza de los ciudadanos en la medida en que logran aciertos sorprendentes o caen en errores espantosos.
Al principio, esos errores eran claramente metodológicos. Se entrevistaba a la gente en la calle o se utilizaban cuotas arbitrarias. Faltaba rigor al seleccionar la muestra.
Cuando finalmente todos entendieron las leyes probabilísticas, se vio que también se tenía que ser muy cuidadoso en el levantamiento, asignado inicialmente a personas sin escolaridad, que apenas podían leer las preguntas y a las que no les abrían la puerta por parecer pedigüeños.
En la elección presidencial de 1948 todos los encuestadores predijeron el triunfo holgado de Thomas E. Dewey. Parecía lógico porque Harry S. Truman había perdido muchos seguidores y los electores decían que querían un cambio.
Dewey estaba tan convencido de ganar que hizo una campaña sin promesas ni ataques, con un slogan indefinido (“Tenemos el futuro por delante”). Incluso anunció su gabinete con anticipación.
Los periódicos ya no gastaron en nuevas encuestas más cerca del día de la elección y en esa fecha adelantaron sus ediciones dándolo como ganador.
Truman arrolló, la gente se decepcionó de las encuestas y los periódicos, avergonzados, dejaron de publicarlas.
Uno de los que se equivocó, George H. Gallup, descubrió que le habían estado preguntando a los votantes registrados y no a los probables. También que, en las últimas semanas de la campaña, los votantes de Dewey perdieron el entusiasmo y no acudieron a las urnas o de plano, cambiaron su voto porque el candidato, con soberbia, dejó de contestar los ataques de su rival, dando la impresión de que eran ciertos.
Para obtener más certeza, empezaron a hacer más preguntas a los electores. Descubrieron que eran buenos predictores: la aprobación del presidente en funciones, la evaluación de la situación económica personal y la creencia de que el país va o no va en el rumbo correcto.
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Y así ha seguido la historia. En 1998 hubo otra gran decepción. Todos erraron diciendo que los demócratas perderían asientos en la Cámara de Representantes. Era lo que pasaba desde 1934: el partido del presidente desciende en las elecciones intermedias. Además, Bill Clinton estaba en medio del escándalo de Mónica Lewinsky, a punto del juicio político.
La última racha de desaciertos empezó en 2016. Todos los sondeos preveían que Donald Trump no obtendría la nominación republicana y, mucho menos la presidencia. Una semana antes de los comicios daban por segura ganadora, con ventaja de dos dígitos, a Hillary Clinton.
Las encuestadoras se hicieron bolas tratando de explicar su errata. Inventaron la teoría del votante tímido (al que le apena reconocer que simpatiza con Trump) y la del votante antisistema (los trumpistas están contra el establishment y por eso no contestan encuestas). Reconocieron que habían subestimado al segmento de trabajadores blancos sin estudios superiores, decisivo para Trump. Prometieron tomarlo en cuenta y ponderar mejor sus resultados.
En 2020 volvieron a fallar. Le daban una ventaja de dos dígitos a Joe Biden y sólo la tuvo del 4%. Le atribuyeron más voto negro e hispano del que realmente consiguió.
Echaron la culpa a los cambios en el proceso electoral y a la pandemia, ya que no podía saberse cuantos electores votarían.
Disculpas
Los encuestadores siempre advierten que las encuestas son instantáneas, válidas sólo para el momento en que se hacen las preguntas. Hacen notar que tienen un margen de error, dependiente del tamaño de la muestra. Señalan que son los indecisos los que cambian las tendencias que ellos anuncian. Explican que priva la desconfianza en todo el ecosistema político y por ello la gente siente que el encuestador le extrae información que usará en su contra.
Exageran el impacto de acontecimientos en las últimas semanas de la campaña, que cambian todo (“la sorpresa de octubre”).
La reputación de las encuestadoras se ha visto afectada también porque, a las tradicionales de los periódicos y las universidades, se han unido otras con claro sesgo partidista. Es sabido, por ejemplo, que Trafalgar Group siempre presenta resultados más favorables a los republicanos.
Partidos y candidatos financian esas encuestas porque suben la moral de sus militantes, jalan voto de los indecisos y, sobre todo, incrementan los donativos.
Los agregadores de encuestas (como FiveThirtyEight) combinan los resultados de muchas, haciendo ajustes de acuerdo a sus fragilidades metodológicas y sesgos. Es un atrevimiento que no siempre les funciona.