Lo que se nos perdió en la tómbola

  • El episodio de la tómbola es síntoma de una cultura política distinta: no la del parlamentarismo sino la de la operación.

Nicolás Alvarado 

La imagen de la tómbola empleada por los senadores para determinar qué funcionarios del Poder Judicial perderán su trabajo es, en efecto, muy poderosa. Y no sólo por sus asociaciones culturales con los sorteos de la Lotería Nacional y la canción de Augusto Algueró sino por la forma en que su uso rebaja los asuntos de la República y el devenir de los ciudadanos a juego de azar.

Iré más allá: ante el desdén por el conocimiento y la experiencia como valores profesionales, el desprecio al diálogo en tanto código político y el regodeo priápico en la omnipotencia de la aplanadora, la festiva y caótica tómbola sirve de emblema a una clase política constituida casi en exclusiva por operadores. La Reforma Judicial no sólo fue originada sino también pensada y pergeñada desde el Ejecutivo; no tocó al Legislativo discutirla, enmendarla o siquiera procesarla sino apenas reunir los votos –por cualquier medio necesario–, garantizar los tiempos, dar vuelta a la manivela. Es, en efecto, una tómbola la vida del operador político, ése que se la rifa por su líder, a cuyo número juega todo su cariño.

La idea se me impuso mientras releía un librito que mucho me impresionó en el 2008 de su publicación, y que buena falta haría reeditar, y acaso actualizar. En Del crepúsculo de los clérigos (Terracota), Armando González Torres reivindica la figura del intelectual público, artífice de “una intervención analítica y moral capaz de alertar la conciencia y resguardar la dignidad y los derechos inalienables del individuo”. El autor identifica en el siglo XX dos filones de éste fenómeno: el independiente –ajeno a la militancia– y el comprometido –variedad de la que cita ejemplos que van de Sartre a Orwell a Paz.

Coincidiendo con su tipología, me permito añadir a ella una tercera categoría, que coexistiera con aquellas dos: la del intelectual servidor público o incluso la del intelectual político. Léon Blum en Francia. Winston Chrchill en el Reino Unido. Adlai Stevenson en Estados Unidos. O, en México, Muñoz Ledo, Castillo Peraza, Rincón Gallardo, González Avelar, Heberto Castillo y un etcétera no largo pero tampoco exiguo. E igualmente extinto, o casi.

Tiene razón González Torres cuando afirma que, con el advenimiento del paradigma tecnocrático –el fraseo es mío pero creo que compartimos el diagnóstico–, los intelectuales públicos generalistas cedieron su lugar en el debate a académicos expertos hiperespecializados; lo mismo sucedió en el gobierno. Fue la estrechez de miras –que no incompetencia– de esos tecnócratas hoy vituperados lo que redundó en que hoy vivamos a merced de una clase política integrada casi por completo por meros operadores.

En esta tómbola salimos perdedores. Pueda la reflexión constante y alerta sobre las reglas del juego prodigarnos mejor suerte en el futuro.

Fuente: heraldodemexico.com.mx

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