¿Martín, qué pesa más, la ambición o la congruencia con los ideales?

  • “El rector que olvidó a Tocqueville (y a la comunidad que lo vio nacer)”. No hay contradicción más escandalosa que la del intelectual que traiciona su propia tesis. Y sin embargo, en Veracruz, los libros parecen pesar menos que las ambiciones.

Angélica Cristiani Mantilla//La Lengua de Tácita Muta

El Dr. Martín Aguilar Sánchez —investigador, politólogo, sociólogo, historiador, activista académico y (a estas alturas) actor involuntario de una tragicomedia institucional— se encuentra hoy en el ojo del huracán universitario. Y no por alguna idea audaz escrita en los márgenes de su último libro, sino por algo mucho más terrenal: su solicitud para extender su mandato como rector de la Universidad Veracruzana mediante una prórroga otorgada por la Junta de Gobierno, sin emitir una nueva convocatoria para elegir al titular de la rectoría.

Sí, leyó usted bien: el mismo mecanismo por el cual fue electo en 2021 —una convocatoria abierta, pública y conforme a los principios institucionales— sería omitido para favorecer la continuidad de un proyecto encabezado por él mismo. Su periodo, que inició el 1 de septiembre de ese año, concluye formalmente el 31 de agosto de 2025. Pero el nuevo libreto que propone evitaría cualquier competencia y prolongaría su administración hasta 2029. Sin urnas. Sin alternancia. Sin proceso.

La respuesta llegó pronto: el 4 de junio, la Junta de Gobierno de la UV informó que se llevará a cabo una consulta dirigida a la comunidad universitaria entre el 10 y el 13 de junio, de forma presencial e híbrida. Una especie de “plebiscito académico” que, si no fuera tan serio el asunto, parecería parodia burocrática: decidir si se le otorga (o no) una prórroga de cuatro años más al actual rector.

Martín, formado entre bibliotecas francesas y trincheras del pensamiento crítico latinoamericano, parece haber olvidado la regla de oro del análisis sociopolítico que tanto enseñó: toda acción colectiva surge de una fisura entre el discurso y la realidad. Y vaya que aquí hay fisura. Un abismo, más bien. El mismo que se abre cuando quien ha dedicado décadas a estudiar movimientos sociales, protesta ciudadana, acceso a la justicia y sistemas políticos, intenta torcer la ley bajo argumentos administrativos, como si la autonomía universitaria fuera un mero trámite.

Los miembros del CUG —estudiantes, académicos, investigadores— no solo rechazaron la idea de prórroga: leyeron comunicados, presentaron documentos formales, denunciaron intentos de cooptación, amenazas, presiones. En suma: organizaron un movimiento de resistencia digno de las páginas de cualquier libro escrito por… Martín Aguilar. Ironía no le falta a este guion.

Ahora bien, si esto fuera una obra de teatro —una de esas donde los personajes son alegorías de conceptos como “ética”, “autoridad” o “coherencia”—, el público ya estaría abucheando al protagonista por cambiar de bando en el segundo acto. Pero esto es peor: esto es real.

El rector ha argumentado que su intención es dar continuidad a un proyecto. Y es válido querer seguir, claro. Pero en democracia —esa palabra que Martín ha diseccionado con bisturí académico— no basta la voluntad personal. La legalidad, el consenso, el respeto a la institucionalidad y la voluntad colectiva son condiciones sine qua non. No se puede convocar a la comunidad a pensar críticamente sobre el poder… y luego negarle ese poder cuando no piensa como uno.

Esta situación, más allá del personaje, revela una dolencia crónica de muchas universidades públicas mexicanas: la tentación del poder académico convertido en poder político. ¿Cuántos rectores se eternizan en sus cargos? ¿Cuántos reforman leyes para perpetuarse? ¿Cuántos invocan el bien común mientras construyen pequeños feudos de influencia?

En este caso, duele más porque se trata de alguien que, en teoría, debería saber mejor. Un hombre que fue director del Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales, promotor de convenios internacionales, mentor de generaciones enteras, defensor de la acción ciudadana. Que escribió sobre luchas sociales, sobre cambio democrático, sobre participación. Que, si fuera otro el rector, probablemente ya habría firmado un manifiesto crítico.

Y, sin embargo, aquí estamos. Viendo cómo se revierte el guion, cómo el pensamiento se disuelve en el cálculo, cómo el profesor se olvida del aula y el académico del archivo. Y nos deja preguntando: ¿qué pasa cuando el humanista se deshumaniza en nombre de la institucionalidad?

Como periodista —y como ciudadana— no puedo evitar pensar en las generaciones de estudiantes que lo leyeron, que creyeron en él, que tal vez hoy dudan. En los jóvenes que se pararon en la sesión del CUG a leer denuncias de presión, que alzaron la voz no con odio, sino con la dignidad que da saberse en lo correcto.

Y pienso también en la responsabilidad de quienes escribimos sobre política, sobre educación, sobre sociedad. Porque si algo nos enseña este episodio es que incluso los más formados pueden olvidar lo esencial: que el conocimiento sin coherencia se convierte en ornamento, en vestigio académico, en tinta derramada.

No, no se trata de juzgar a Martín Aguilar como si fuera un villano. Se trata de recordarle —y recordarnos— que la integridad no se delega, no se suspende, no se prorroga. Se ejerce.

Cuando un rector olvida que su legitimidad no proviene de su currículum, sino de la comunidad que lo respalda, se convierte en lo que nunca quiso ser: un poder sin base social. Y eso, estimado doctor, no hay Pierre Mendes France que lo justifique.

* Las opiniones y puntos de vista expresadas son responsabilidad exclusiva del autor y no necesariamente reflejan la línea editorial de Palabra de Veracruzano; Respetamos y defendemos el derecho a la libre expresión.

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