A diez años de la muerte de Mercedes Sosa
Hoy se cumplen diez años de la muerte de Mercedes Sosa, un faro que sigue alumbrando la música popular de la Argentina y de América Latina
Fuente LA NACIÓN
Quiso la casualidad que, cuando Mercedes Sosa murió en el Sanatorio de la Trinidad en Palermo, yo estuviera ahí. Había unos cuantos periodistas dando vuelta por la zona porque, según se rumoreaba, el desenlace podía ser inminente. Adentro, en el bar, estábamos los familiares y algunos de los músicos, cantantes y periodistas amigos que teníamos ese privilegio.
En algún momento, su hijo Fabián, que era también un amigo (por esas rarezas del destino, murió hace muy poco siendo todavía muy joven), me llevó para la parte de atrás de la clínica, lejos de la mirada de los colegas. El final era cosa de minutos y quería tener preparado un texto familiar para cuando tuviera que informar el final. “Te pido que lo escribas, Ricky (como me llamaban él y su madre); ahora mismo si es posible”. Me senté entonces en una mesa apartada y redacté unas palabras dolorosas de despedida como escritor fantasma, en nombre de hermanos, sobrinos, hijo y nietos que después se hicieron públicas.
Más allá de la emoción personal que me produce recordar esta anécdota de la que hoy se cumplen diez años, me parece que sirve para dar cuenta del papel que jugaba Mercedes Sosa entre quienes tuvimos la suerte de rodearla. Si te respetaba, terminaba queriéndote y queriendo que trabajaras con ella. Lo mío fue la aguja en el pajar de su corazón inmenso, con una relación que nació en lo profesional, que me llevó a trabajar para ella varios de sus proyectos y que terminó un escalón más arriba compartiendo reuniones y cumpleaños memorables en su living de la calle Carlos Pellegrini.
Pero esa disposición al afecto, se hizo siempre mucho más justa y obvia en el caso de montones de colegas suyos, cantantes y compositores, a quienes les abrió ampliamente sus escenarios, sus discos y hasta sus giras internacionales. León Gieco, Víctor Heredia y Teresa Parodi, sin dudas, estuvieron en el podio, pero hubo unos cuantos otros en una lista que omitiré para evitar susceptibilidades o peligrosos errores de la memoria.
Haydée Mercedes Sosa (su madre y sus hermanos siempre la llamaron Haydée) había nacido en San Miguel de Tucumán en fecha patria, el 9 de julio de 1935, curiosamente unos muy pocos días después del accidente de Medellín en el que murió Carlos Gardel. Impulsada muchas veces por esa intuición que tienen los más grandes, se hizo cantora “profesional” junto a quien fue su primer esposo, Oscar Matus (el padre de su único hijo) cuando el plan familiar pretendía otras opciones. Se sumó al movimiento del Nuevo Cancionero en Mendoza, con Matus, Armando Tejada Gómez y Tito Francia, entre otros, como la gran voz cantante, cuando todavía su reflexión sobre la política era incipiente. Grabó su primer disco, Canciones con fundamento, en 1965; ese mismo año, subió por primera vez al escenario de Cosquín gracias al impulso de Jorge Cafrune y fue la voz para el Romance de la muerte de Juan Lavalle, de Eduardo Falú y Ernesto Sábato. Y fue la gran elegida por Ariel Ramírez y Félix Luna para sus Mujeres argentinas, a fines de los 60, probablemente la obra cumbre de su discografía. La misma dupla creativa que poco después la volvería a convocar para hacer la monumental Cantanta sudamericana.
No vale la pena detenerse en detalle sobre lo siguiente porque, afortunadamente, se ha escrito mucho sobre su obra. Pero sí es bueno recordar que en el medio de las muchas rosas hubo también unos cuantos dolores. Disfrutó del reconocimiento internacional, hizo giras eternas, recibió elogios de la prensa y de los colegas de todo el mundo, sintió el deseo de cientos de compositores de todas las lenguas por subirse a su repertorio o de muchos cantores para tener un espacio en sus conciertos. Pero también padeció. Y no solo por las rupturas y los desengaños amorosos, las muertes cercanas o las cuestiones íntimas y familiares. Producto de una militancia que siempre fue más artística que formal, a Mercedes le tocó vivir un exilio en tiempos de dictadura o el tener que volver con miedo y muchas vicisitudes para aquellos recordados conciertos del teatro Ópera de 1982, todavía con los militares en la Casa Rosada. Y muchas veces, también, su emocionalidad algo frágil le jugó malas pasadas.
La Negra era una persona sensible y siempre sorprendente. En lo público, sentada frente a un periodista, manejaba las entrevistas a su gusto y placer, derrumbando el cuestionario del más profesional; como un político entrenado. “Bajaba línea” propia para referirse a un dirigente o para cuestionar la actitud artística de un colega, sin pelos en la lengua y sin mandatos. Así pudo estar en algún momento cercana al actual presidente Macri, sobre todo en la previa de su primera elección como jefe de gobierno porteño, o apoyar abiertamente a Palito Ortega en una elección tucumana en contra del general dictador Antonio Bussi, y tener después una cercanía muy inmediata con Cristina Fernández, que comenzó a forjarse cuando la futura presidente era todavía primera dama.
Más en la intimidad mostraba esa fragilidad, casi al punto del absurdo para la mirada externa. Recuerdo que ella estaba preparando una nueva versión de la Misa criolla -que se publicaría en el año 2000- cuando llegué a su casa para trabajar en el material de prensa para ese proyecto. Estaba sola frente a su equipo de música, ensayando con las bases que le habían preparado. “Ricky, no voy a poder con esto”, me dijo casi lloriqueando mientras cantaba el “Gloria” solo para mí -privilegio que han tenido muchísimos colegas- con una calidad de afinación, con una belleza vocal y con una intensidad emocional que me dejaron boquiabierto y sin saber qué decirle.
Pero a la vez, tenía algo de niña pícara y divertida. Padecía muchísimo de los aviones, a los que lógicamente tuvo que subirse montones de veces; por eso, si tenía que viajar en la Argentina y el tiempo se lo permitía, prefería manejar ella misma su propio auto aunque fueran distancias muy largas. Y dicen quienes han compartido esos viajes que le gustaba apretar con fuerza el acelerador, un poco más allá de lo recomendable. Disfrutaba de las telenovelas que veía con puntualidad cuando aún no existía el streaming. Le gustaban los magos, y solía convocarlos para sus festejos cumpleañeros, para su entretenimiento y el de sus invitados. Hacía chistes, a veces con elegante doble sentido, y estaba atenta a los romances o los encuentros no siempre “declarables” que sucedían a su alrededor. Era intensa en el amor con su hijo Fabián -para ella, “Fabiancito”-, con quien compartió tiempos muy duros, a quien cuidó y defendió, a quien transformó por tiempos en su productor y con quien muchas veces también tuvo importantes desencuentros que afortunadamente estaban salvados en el final de la vida.
En lo artístico y en su significación para la música argentina y latinoamericana, hay poco para agregar. Apenas se pueden repasar su voz increíble, sus interpretaciones a prueba de géneros -aunque en lo personal siempre la preferiré haciendo zambas y chacareras-, su sagacidad para elegir autores y transformar en propias canciones que no escribió, su apertura para relacionarse con artistas de todas partes y de las más diversas calañas, su inteligencia para abrirse puertas y, a la vez, su generosidad para abrírselas a los demás. Fue la Pachamama que acogió a Charly García como a un segundo hijo, la que compartió espacios con baladistas, tangueros y rockeros, la que disolvió grietas. Fue la que llenó enormes estadios, movió multitudes y fue recibida con honores en todas partes, pero también la que actuó en salas de teatro más pequeñas cuando las vacas fueron más flacas.
Hoy, 4 de octubre, se cumplen diez años desde que Mercedes Sosa se fue de este mundo desde una ciudad de Buenos Aires que amó e hizo propia. Diez años desde aquella despedida con miles de personas dentro y fuera del Congreso de la Nación, que fue su sala velatoria.
Su partida fue prematura porque, más allá de sus achaques, todavía tenía mucho y bueno para cantar. Parece mentira.