Pobre bueno, pobre malo

Antonio Navalón / año cero/ /elfinanciero.com.mx

Y de un momento a otro, los números sustituyeron a las letras. Si al principio fue el verbo y después la luz, a partir del siglo XX el éxito, el fracaso, la viabilidad o la inviabilidad de las sociedades se mide por lo que marcan los números. En la actualidad todo está basado en los números; es más, en esta crisis global del coronavirus lo más importante es el parte diario sobre las bajas habidas en cada uno de los países del mundo. Hoy lo que más importa es el número total de contagiados, el número total de recuperados y el número total de muertos de cada día. Es como si fuera la crónica de una batalla, con la diferencia de que en esta ocasión se trata de una batalla silente, en la que los que sobrevivan se enfrentarán a un mundo completamente desconocido.

En el mundo no hay casi nadie que no entienda que a pesar de que la preocupación principal es evitar morir, hay que hacerle como sea para llenar los estómagos. Pero también, en ese esfuerzo de no morir, es necesario evitar la creación de una manada de suicidas que, ya sea por hambre, desesperación o por la falta de luz, no tengan más remedio que embestir contra los débiles bastiones que quedan de nuestra sociedad y arrollarlo todo al grito de “tengo hambre”.

Mientras hay gobiernos como el de Francia que paga hasta la televisión por cable, también hay gobiernos –casi todos– cuya principal preocupación ha sido evitar la unión de un levantamiento popular por hambre a los muchos problemas que plantea la crisis sistémica actual. Sin embargo, México siempre será diferente. En México se está dando uno de los enfrentamientos más curiosos, pero que para entenderlo es necesario hacer un recorrido sobre la estructura de la pobreza.

En nuestro país, ¿cuál es la diferencia que hay entre pobre bueno y pobre malo? ¿Por qué los pobres que trabajan para una pequeña empresa o que han creado una empresa y dan trabajo no merecen el apoyo del Estado? Sin embargo, los pobres del Estado, aquellos que pueden contar con su cheque, tienen constitucionalmente garantizado el hecho de que seguirán recibiendo el apoyo por parte del gobierno.

Aquel que dé un vistazo simple a la estructura sociológica sobre cuánta gente compone la nómina de los cheques que da el Estado, descubrirá que estos están divididos en dos clases. La primera compone a quienes en alguna ocasión fueron económicamente activos, es decir, los adultos mayores de la 4T. Mientras que la segunda clase está compuesta por los que llegan al mundo, están estudiando y cuentan con una beca. Y en medio, se encuentra todo aquel que sea pobre y que, a pesar de que tenga un papel activo en la creación de más riqueza en la dinamización de la economía, sencillamente no existe. En medio está todo aquel que se ha vuelto inodoro, incoloro e insípido, salvo por el hecho de que forma parte de un ejército de sombras que se va armando cada día con cada tortilla que no recibe, con cada peso que no tiene y con cada necesidad familiar que no puede cubrir para inevitablemente saltar a las calles y buscar cambiar su situación.

Siempre he sostenido que el fracaso de no haber sido capaz de repartir mejor la tarta en un país tan rico en todos los sentidos como lo es México, es una vergüenza. Pero este es un momento en el que no se puede confundir la lista de millonarios o grandes líderes –que además todos ellos son consejeros férreos del presidente de la 4T– con lo que es el armazón principal de la economía mexicana, que son las pequeñas y medianas empresas. En términos absolutos, este armazón genera más del ochenta por ciento de los trabajos en el país y crea la riqueza que permite –de haber una mejor repartición, como el gobierno y todos deseamos– que la franja de la desigualdad social en México no sea tan escandalosa ni tan hiriente.

Me niego a reconocer que, para el régimen, el pobre bueno es quien recibe un cheque de su parte. Mientras que el pobre malo es aquel que sencillamente por ser valet parking, mesero, portero o porque tiene uno de los miles de trabajos que requieren salir a la calle para conseguir su sustento, no tiene ningún derecho, ninguna ayuda ni ningún apoyo por parte del Estado.

Cuando se les niega el apoyo del Estado a las pequeñas y medianas empresas, también se les está negando a los obreros que estas emplean. No son los grandes oligarcas ni los grandes ladrones de cuello blanco quienes trabajan las tintorerías, las tortillerías ni las pequeñas y miles de industrias que sirven para el turismo y para el crecimiento económico del país. Si arriba tenemos una clase empresarial corrupta y criminal, lo que el gobierno tiene que hacer es dejar de invitarlos a sentarse en sus mesas de despacho y perseguirlos por sus crímenes. De lo contrario, el gobierno no tiene derecho a condenar el término ‘empresa’ en abstracto y sin distinguir por qué lo está haciendo, salvo que claramente haya un problema de ignorancia operacional que no permita separar el hecho de que un rico no es rico por recibir un cheque. Un rico es rico, primero, por la posesión de bienes materiales y, segundo –me temo, en el sentido que lo aplican algunos dirigentes políticos– por el comportamiento moral en la forma de hacer su fortuna.

Esta situación no es entre ricos y pobres. Esto es entre pobres buenos y pobres malos. Esto no es contra la clase dirigente y responsable de la desigualdad social, esto es contra el país mismo. En términos reales más de veinticinco millones de personas viven al día, quienes, además –debido a la separación tan curiosa hecha por la 4T– pueden ser considerados como pobres malos. Mientras esto sucede, el modelo de subvención pública de esta administración es plasmado en la Constitución. Y con esto los pobres buenos –que son los más de once millones de estudiantes, los cerca de un millón de personas con discapacidad considerados y los más de ocho millones de adultos mayores seleccionados– estarán siendo merecedores de una pensión o, en su caso, una beca otorgada por el Estado. Así, el país no es viable.

Esta situación no sólo es injusta porque provoca que sustituyamos el miedo a morir por la certeza de morir de hambre, sino porque además nos hace romper con el elemento solidario que nos permitiría hacer frente como una sola nación al desafío actual, del cual no tenemos antecedentes y que exige lo mejor de cada uno. La pregunta es muy sencilla y no es nada retórica, ¿por qué esos millones de mexicanos que son parte de los ‘pobres malos’, no tienen derecho a tener ninguna consideración, apoyo o algún tipo de ayuda? ¿Por qué lo reciben algunas empresas? Y, por otra parte, ¿por qué en México lo que es verdaderamente criminal es el término ‘empresario’? Cuando la realidad es que los empresarios no son criminales.

Imagínese quien teniendo veinticinco o treinta años, trabaja veinte horas al día para tener un ingreso irregular –de entre trescientos a quinientos pesos diarios– y poder sacar adelante a su familia, y ahora no cuenta con ese medio de subsistencia. Además no sólo no tiene ese ingreso, sino que en estos momentos está confinado en su casa y, por si no fuera poco, la empresa con la que está relacionado no recibirá ningún tipo de apoyo o ayuda por parte del gobierno. Estas personas tienen dos caminos. El primero es no morirse y aguantar hasta que entren dentro de la calificación de adulto mayor para recibir el cheque correspondiente por parte del régimen. O bien, el segundo camino es esperar a que sus hijos puedan hacerse eco y se conviertan en acreedores al cheque de estudiantes, independientemente si son sicarios o no.

La historia está llena de experimentos llenos de buena intención, pero con una clara ineficiencia e ineficacia. En este punto el no ponernos de acuerdo como país sobre quién es un pobre bueno o un pobre malo, nos puede llevar no sólo a la destrucción de la economía, no sólo al agravio de la crisis del coronavirus, sino a la destrucción de los últimos eslabones que nos ligan como proyecto de país colectivo. Un proyecto que puede incluir la esperanza de saltar y salvar sus injusticias para acabar siendo un mejor país.


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